Relatividad, espacio y tiempo


Seguramente todos conocemos la famosa anécdota que relata cómo Galileo Galilei trataba de hacer comprender a las autoridades eclesiásticas de que la Tierra se movía. Por más que el astrónomo italiano intentó hacer entrar en razón a sus censores, ellos hicieron caso omiso de sus pruebas, argumentando que, como la Biblia dice que Josué ordenó detenerse al Sol y no a la Tierra, es el Sol el que se mueve mientras la Tierra permanece fija. Bajo amenaza de tortura, Galileo fue obligado a retractarse y tuvo que pasar los últimos años de su vida bajo arresto domiciliario.

Un argumento que intentaba apelar al sentido común sostenía que la Tierra no se mueve ``porque no se nota el movimiento''. Es verdad que, cuando tomamos el tren a Buenos Aires nos damos cuenta si estamos detenidos o andando: cuando el tren avanza, se sacude. ¿Pero qué pasa si viajamos en barco? El barco se menea a causa del oleaje, y más se va a menear cuanto más picado esté el mar; pero si estamos encerrados dentro de una bodega sin ventanas no vamos a poder saber si estamos navegando o detenidos en mitad del océano.

Supongamos que en nuestra bodega hay una claraboya y vemos cruzar otra nave de Norte a Sur, ¿nos dice esto algo sobre nuestro propio movimiento?

Hay varias posibilidades: a) nosotros estamos anclados y el otro barco se mueve hacia el Sur; b) el otro barco es el que está anclado y nosotros navegamos con rumbo Norte; c) ambas embarcaciones navegan hacia el Norte, pero nosotros vamos más rápido y nos adelantamos; d) los dos navíos viajan hacia el Sur, y el nuestro es el más lento y está siendo adelantado; o e) nosotros nos dirigimos al Norte y el otro barco va para el Sur. Las únicas posibilidades que quedan excluídas son que ambos buques estén anclados, o que ambos naveguen con idéntica velocidad y rumbo.

Aún si nos asomamos para poder ver la superficie del mar, sólo vamos a poder saber si nos movemos respecto del agua. Si se agota el fuel-oil y se paran los motores, la nave se quedará ``quieta'', pero eventualmente la corriente la llevará hacia algún lado. Al capitán le interesará saber si nos acercamos o nos alejamos de la costa.

Está claro entonces que antes de ponerse a discutir qué objetos se mueven y cuáles no, es necesario decir con respecto a qué, es decir establecer un sistema de referencia .

Volvamos entonces a nuestro asiento en el tren. Si al pasar por Plátanos, una mujer le dice a un hijo revoltoso ``quedate quieto'', se entiende que lo que le quiere decir es que se quede en su asiento.

Hay una forma sencilla de relacionar las posiciones y velocidades medidas desde distintos sistemas de referencia. Supongamos que nuestro asiento está exactamente a veinticinco metros por delante del furgón de cola; ¿a qué distancia estamos de Plátanos? Es evidente que estamos veinticinco metros más lejos que el furgón. ¿Y a qué distancia está el furgón de Plátanos? Si el tren viaja a cuarenta kilómetros por hora y pasamos por Plátanos hace quince minutos, el furgón estará a diez kilómetros de Plátanos; y nosotros estaremos veinticinco metros más lejos, a diezmil veinticinco metros de Plátanos.

Supongamos ahora que nos levantamos del asiento y caminamos hacia la locomotora. Si caminamos a cinco kilómetros por hora, como el tren va a cuarenta, vamos a alejarnos de Plátanos a cuarenta y cinco kilómetros por hora. Si damos media vuelta y caminamos hacia el furgón, también estaremos alejándonos de Plátanos, pero a treinta y cinco kilómetros por hora.

Todo esto es bastante obvio. Está claro que tenemos que sumar nuestra velocidad a la del tren (o restarla si caminamos para atrás) para saber a qué velocidad nos movemos respecto de la estación. Si queremos saber a qué distancia estamos de la estación, sumamos la distancia que separa al furgón de cola de la estación a la que nos separa a nosotros del furgón. Estas operaciones son prácticamente intuitivas y se las conoce como transformaciones de Galileo.

Hace unos tres siglos, Isaac Newton inventó las leyes que describen el movimiento de los cuerpos (más adelante voy a aclarar por qué digo ``inventó'' y no ``descubrió''). Por ejemplo, si dejo caer una moneda desde una altura de un metro con veintidós centímetros, usando las leyes de Newton puedo predecir que chocará contra el suelo en medio segundo y a una velocidad de unos dieciocho kilómetros por hora. Si repito el experimento arriba del tren, viajando a cuarenta kilómetros por hora, sucederá exactamente lo mismo y la moneda también caerá delante de mis zapatillas. Durante el medio segundo que le lleva a la moneda caer, el tren (y mis pies) habrán recorrido algo más de once metros con once centímetros. Entonces, vista desde la estación, la moneda habrá caído siguiendo una trayectoria inclinada, ``acompañando'' al tren. En otras palabras, la moneda va a caer delante de mis zapatillas de igual forma independientemente de que el tren se mueva o no. En términos matemáticos, este hecho se expresa diciendo que las ecuaciones de Newton son invariantes ante las transformaciones de Galileo.

Cuando íbamos a la escuela nos decían ``grafique las siguientes curvas'' y teníamos que dibujar la representación gráfica de cada ecuación. Por ejemplo, la representación gráfica de ``y igual equis al cuadrado'' es una parábola, por lo que dicha ecuación se llama ``ecuación de la parábola''; la ecuación cuya gráfica es una línea recta se denomina ``ecuación de la recta'', etc.

Hay ecuaciones, algo más complicadas que las estudiadas en el colegio, cuyas soluciones son curvas ondulantes. Se las conoce como ``ecuación de la onda'' y son utilizadas por los físicos para describir algunos fenómenos de la naturaleza y para reventar a estudiantes incautos. Por ejemplo, si tiramos una moneda dentro de una palangana llena de agua se formarán ondas circulares alrededor del lugar donde caiga. El sonido, en cambio, son rápidas variaciones de la presión del aire. La forma en que se propagan estas variaciones se puede describir mediante una ecuación de ondas, por eso se habla de ``ondas sonoras'' aunque (al contrario de la superficie del agua del ejemplo de la palangana) en este caso no haya nada que ``ondule''.

Volvamos arriba del tren y supongamos que un policía balea a un sospechoso. Si queremos saber a qué velocidad van las balas respecto de tierra firme tenemos que usar la transformación de Galileo, es decir, a la velocidad con que las balas salen de la pistola le sumamos la velocidad del tren (suponiendo que el vigilante tiró para adelante). ¿Pero qué pasa si la locomotora hace sonar la bocina? El sonido se propaga siempre a la misma velocidad a través del aire, independientemente del movimiento de la locomotora. Podemos incluso utilizar esta propiedad para medir la velocidad del tren respecto del aire: si el tren va a cuarenta kilómetros por hora (suponiendo que no haya viento) desde nuestro punto de vista el aire va a soplar hacia atrás a esa velocidad. Entonces, cuando suena la bocina, para nosotros el sonido va a viajar para atrás a cuarenta kilómetros por hora más rápido que lo normal y para adelante a cuarenta kilómetros por hora más despacio, por lo que vamos a poder deducir que el tren avanza precisamente a esa velocidad. Notemos que el vigilante no podría llegar a esta conclusión ni aún disparando tiros para todos lados.

James Clerk Maxwell fue un físico que vivió durante el siglo XIX y que, trabajando con las ecuaciones matemáticas que describen los fenómenos eléctricos y magnéticos llegó una ``ecuación de ondas''. Predijo entonces, en forma totalmente teórica, la existencia de ``ondas electromagnéticas'' y sugirió que la luz podía ser un ejemplo de este tipo de ondas. Maxwell murió antes que se inventara la radio, pero hoy sabemos que tanto la luz, el calor, las microondas, las ondas de radio, de TV, radar, etc. son todas ondas electromagnéticas.

Si le pedimos a un físico que calcule la intensidad del campo electromagnético a diez kilómetros de una emisora de radio en un momento dado, va a tener que resolver una ecuación de ondas. Por eso hablamos de ondas electromagnéticas, aunque como en el caso del sonido, no haya nada que ``ondule''.

Ahora bien: el sonido son ``ondas de presión'' que se propagan por el aire, pero la luz y el calor llegan a nosotros desde el Sol y no hay aire entre la Tierra y el Sol. Se supuso, entonces, que tenía que existir un medio muy tenue que llenara todo el espacio, a través del cual se propagaban las ondas electromagnéticas. A este medio se lo llamó el éter luminífero, por eso en los primeros programas de radio los locutores hablaban de las ``ondas del éter''.

Recordemos el ejemplo de la locomotora: como sabemos a qué velocidad se propaga el sonido por el aire, midiendo la velocidad del sonido respecto de la locomotora podemos calcular la velocidad del tren. Siguiendo el mismo razonamiento, como sabemos a qué velocidad se propaga la luz a través del ``éter luminífero'', si medimos la velocidad de la luz respecto de la Tierra vamos a poder deducir a qué velocidad se mueve la Tierra a través del éter.

Michelson, en uno de los más célebres experimentos de la física, midió la velocidad de la luz respecto de la Tierra en distintas direcciones y obtuvo siempre el mismo resultado, como si la Tierra estuviera quieta respecto del éter.

Como la tierra gira alrededor del Sol a una velocidad de unos treinta kilómetros por segundo, deberíamos esperar que si repetimos el experimento seis meses después tendríamos que encontrar una diferencia de sesenta kilómetros por segundo, ya que la Tierra habrá dado media vuelta al Sol y estará moviéndose ``hacia atrás''.

Tengamos presente que nunca nadie midió ni detectó de ninguna forma al éter. Simplemente se creía en su existencia porque se pensaba que la luz necesitaba algún medio material para propagarse. Para explicar el resultado negativo del experimento de Michelson, algunos intentaron proponer que la Tierra ``arrastra'' un poco de éter mientras se mueve (como el aire adentro de un vagón de tren). En cambio, Einstein postuló que la luz se propaga a través del vacío y que su velocidad, medida desde cualquier sistema de referencia, es siempre la misma.

Naturalmente, esto era exactamente lo que sugería el resultado de la experiencia de Michelson, pero las ideas de Einstein iban contra el ``sentido común'':

Volvamos al tren y supongamos que la locomotora enciende la luz. Si medimos la velocidad con que sale la luz de la locomotora, vamos a encontrar que viaja aproximadamente a trescientos mil kilómetros por segundo. Si el tren viaja a cuarenta kilómetros por hora, sería lógico esperar que la velocidad de la luz medida desde la estación fuera cuarenta kilómetros por hora mayor. Pero lo que sucede en la naturaleza es precisamente lo que dice Einstein: el resultado de medir la velocidad de la luz desde el tren en movimiento o desde la estación es exactamente el mismo. No hay forma de convencer a la luz para que vaya más rápido.

Está claro entonces que no hay que usar las transformaciones de Galileo (sumar o restar velocidades y distancias) para pasar de un sistema de referencia a otro. Si la velocidad de la luz es la misma para cualquier sistema, tenemos que usar las transformaciones de Lorentz (son unas ecuaciones algo más complicadas que las de Galileo). Ahora bien: las ecuaciones de Maxwell (las ecuaciones de las ondas electromagnéticas) son invariantes ante las transformaciones de Lorentz. Hablando en criollo, esto quiere decir que el guarda puede iluminar con su linterna para todos lados, pero la luz se va a comportar de forma exactamente igual a como lo haría si el tren estuviera quieto ¡y eso es exactamente lo que pasa!

Las ideas de Einstein (que al fin y al cabo no había hecho más que aceptar el resultado de la experiencia de Michelson tal cual era) revolucionaron profundamente la física. Si reconocemos que lo correcto es utilizar las transformaciones de Lorentz para relacionar distintos sistemas de referencia, el hecho de que la velocidad de la luz sea siempre la misma deja de ser un fenómeno incómodo. Pero las ecuaciones de Newton no son invariantes ante las transformaciones de Lorentz, lo que significa que la teoría de Newton ``está mal''.

Ahora puedo justificar por qué dije que Newton inventó sus leyes: si hubiera dicho descubrió habría dado la falsa impresión de que dichas leyes eran una propiedad de la naturaleza previamente existente que él sacó a la luz. Si hubiera sido así, no podría resultar luego que estas leyes estuvieran equivocadas. Por más que nos enseñen que las cosas se caen al suelo ``por la ley de gravedad'', el hecho es que esto ocurría de manera exactamente igual antes de que Newton naciera, y continuaron cayendo exactamente de la misma forma luego de que Einstein encontrara que las leyes de Newton eran ``incorrectas''.

Hace unos trescientos años, Newton elaboró una teoría que predice los movimientos de todos los planetas y satélites con asombrosa precisión, y el movimiento del planeta Mercurio con un error muy pequeño; se necesitan observaciones astronómicas muy precisas para detectar esa mínima diferencia (por eso puse entre comillas la palabra ``incorrectas''). Pero la teoría de la relatividad de Einstein es igualmente exacta para los movimientos de todos los planetas, y funciona también incluso para Mercurio. Por eso es mejor.

Otro punto en que la teoría de Einstein es contraria al sentido común es la dilatación del tiempo. Como vimos, cuando usábamos las transformaciones de Galileo para vincular medidas hechas respecto de distintos sistemas de referencia, teníamos que sumar o restar distancias y velocidades. Pero con las transformaciones de Lorentz no es tan sencillo, ya que también interviene el tiempo: El tiempo arriba del tren que se mueve transcurre más lentamente que en la estación.

Naturalmente la dilatación del tiempo es tan pequeña que es imperceptible en un viaje en tren. Pero supongamos que la velocidad de la luz, en vez de ser de trescientos mil kilómetros por segundo (más de mil millones de kilómetros por hora) fuera de sólo cincuenta kilómetros por hora. En ese caso, si tomamos el tren en La Plata a las dos de la tarde y nos bajamos luego de media hora de viaje (a cuarenta kilómetros por hora), vamos a encontrarnos con que todo el mundo nos dice que son las tres menos diez. Si inmediatamente tomamos el tren para volver nos va a llevar otra media hora llegar, pero en La Plata se habrán hecho ya las cuatro menos veinte. Esto no quiere decir que los relojes adelanten ni atrasen: nosotros, arriba del tren, no notaremos nada raro; sólo vamos a haber hecho un viaje de media hora de ida y media hora de vuelta. La gente que nos esperó en La Plata tampoco va a haber notado nada extraño, pero nos dirá que nuestro viaje duró cincuenta minutos de ida y cincuenta de vuelta. En el mundo real, como la luz viaja a más de mil millones de kilómetros por hora y no a cincuenta, aunque viajáramos en tren continuamente durante cincuenta años sólo nos ahorraríamos una millonésima de segundo.

Todos estos fenómenos parecen curiosidades teóricas, ya que no los percibimos en la vida cotidiana. No existen ni trenes, ni aviones, ni cohetes, ni ningún tipo de vehículo capaz de acercarse a la velocidad de la luz. Pero sí hay relojes extraordinariamente precisos: los relojes atómicos. En un experimento realizado en 1971 se embarcaron cuatro de estos relojes en aviones comerciales y se comprobó que el tiempo realmente transcurre como lo predice la teoría de la relatividad. La revista Scientific American dijo que esta era la verificación más barata de la teoría, ya que costó unos ocho mil dólares, de los cuales siete mil seiscientos se gastaron en los pasajes de avión.

A pesar de lo fantástico que resulta el fenómeno de dilatación del tiempo, la teoría de la relatividad ha resultado bastante ingrata para los autores de ciencia ficción, ya que prohíbe viajar más rápido que la luz. Esto plantea inconvenientes insalvables para las historias de viajes más allá del sistema solar.

¿Qué es lo que ocurre en el mundo real cuando intentamos superar la velocidad de la luz? De nuevo, no tenemos forma de acelerar a un cuerpo a tal velocidad, pero sí existen poderosísimos aceleradores de partículas, llamados sincrotrones, que pueden acelerar las partículas que constituyen la materia.

Supongamos otra vez que la velocidad de la luz fuera de sólo cincuenta kilómetros por hora y que dispusiéramos de un ``tenistrón'' capaz de acelerar pelotas de tenis. Ponemos en marcha el aparato y al cabo de una hora nuestras pelotas van a cuarenta kilómetros por hora. Esperamos otra hora y van a cuarenta y cinco. Lo dejamos funcionando una semana entera y van a cuarenta y ocho. Las pelotas aumentan continuamente su velocidad: cada vez les costará más llegar a los cuarenta y nueve, cuarenta y nueve y medio, etc., pero nunca llegarán a los cincuenta. Sin embargo, si nos interponemos en el camino de una pelota que ha sido acelerada durante solamente una hora, apenas recibiremos un leve pelotazo, mientras que si tratamos de detener una que ha estado en el ``tenistrón'' durante un día, nos golpeará como si fuera de plomo macizo. Y si cometemos la osadía de ponernos delante de una pelota que ha sido acelerada durante varias semanas, será como si nos atropellara una locomotora, aunque las tres pelotas viajen casi a la misma velocidad. Las pelotas no irán más rápido, pero pegan cada vez más fuerte. Salvando las distancias, pasa lo mismo en los aceleradores de partículas de verdad: las partículas ganan cada vez más ``impulso'', pero nunca pueden alcanzar la velocidad de la luz.

En muchos cuentos de ciencia ficción el recurso salvador es decir que en el futuro se descubre un error en las teorías de Einstein, y que sí se puede sobrepasar la velocidad de la luz.

Como vimos, Einstein encontró que la teoría de Newton ``estaba mal'' y eso no significó que las cosas comenzaran a caerse para arriba. Incluso si decimos que la teoría de Newton es ``incorrecta'', da la impresión de que entonces la teoría de Einstein es la ``correcta''.

Mañana mismo o dentro de algunos años, un hipotético físico, por ejemplo Jacob Newtenstein, puede descubrir que la teoría de Einstein ``está mal'' en serio. Pero aunque eso pase, las cosas no van a empezar a caerse contra el techo, ni a moverse más rápido que la luz.

Einstein simplemente elaboró una descripción de la naturaleza más precisa que la de Newton, y es posible que alguien halle una aún mejor. Pero la naturaleza no va a modificar su comportamiento para satisfacer la teoría de algún físico: es el científico quien deberá exprimir sus sesos para que su teoría describa a la naturaleza mejor que todas las teorías anteriores.

© Pablo G. Ostrov: Pablo G. Ostrov (pgostrov@yahoo.com.ar) (Dr. en Astronomía, UNLP), becario del CONICET entre 1992 y 1997, desarrolló investigaciones sobre los sistemas de cúmulos globulares extragalácticos. Actualmente trabaja como auxiliar docente en la Fac. de Cs. Astronómicas y Geofísicas de La Plata.