Yo visité Ganímedes -Capítulo XVI-


Relaciones extraterrestres con la tierra

En varias oportunidades nos hemos referido a continuas visitas realizadas a nuestro planeta por hombres de otros mundos. Ahora ha llegado el momento de explicar cómo, en verdad, muchas de ellas fueron más que simples visitas de estudio o de investigación.

Con todo lo informado hasta aquí, podrá el lector comprender mejor la estrecha relación existente entre las humanidades pobladoras de nuestro sistema solar, bajo la sabia y vigilante dirección de aquel reino central al que nos hemos referido como el “Reino de la Luz Dorada”, y su Corte de Grandes Espíritus que enrumban la evolución de todo el conjunto, pese a lo que quieran pensar u opinar los hombres de la Tierra, muy en especial los ignorantes o maliciosos “fariseos” de las distintas religiones que durante siglos se pavonearon como “ministros de Dios”, creando dogmas y mitos que hoy comienzan a desmoronarse ante el avance inexorable de la Verdad y de la Luz, para el mismo cumplimiento de los inmutables Planes Cósmicos dirigidos desde aquel Sublime Reino Central en donde asienta su Glorioso Poder el Sublime Señor a Quien ya hemos llamado varias veces: “Dios del Amor y del Perdón, Camino de la Luz, de la Verdad y de la Vida”.


El origen de las razas

En los capítulos anteriores sólo hicimos referencias. Simples esbozos de algunas de aquellas visitas. Ahora vamos a tratar de explicar un buen número de ellas, tomando como ejemplo las más notables y fáciles de entender, entre la gran cantidad de intervenciones que, para el mejor desarrollo de la vida inteligente en nuestro planeta, tuvieron en los primitivos albores de la civilización terrestre humanidades venidas de otros mundos.

En primer lugar vamos a referirnos a un hecho capital, a un fenómeno innegable que, hasta hoy, no pudo ser explicado satisfactoriamente ni por los antropólogos, arqueólogos, palentólogos, ni menos por los sacerdotes de las distintas religiones: la variedad de razas en la Tierra. Si nuestra humanidad tuvo un mismo origen, si desciende, toda —como la Biblia narra en el Génesis de Moisés— de una sola pareja original, Adam y Eva, primeros padres de todos los seres humanos, ¿cómo explicar la serie de contradicciones que brotan del texto bíblico, contradicciones imposibles de negar a quien estudie el Génesis con criterio científico imparcial?...

Adam y Eva se nos muestran como pertenecientes a la raza blanca. Todos sus descendientes inmediatos, en la larga lista bíblica hasta Noé, poseen los caracteres morfológicos y antropomórfícos distintivos de tal raza. Y si toda la humanidad fue exterminada por el Diluvio, lógico es que la nueva humanidad nació de la descendencia directa de Noe. La ciencia nos demuestra que las leyes de la herencia no permiten manifestar caracteres diferentes mientras no medien elementos nuevos que introduzcan nuevas características raciales, o sea la mezcla de razas en la procreación de nuevos seres.

¿Cómo explicar, entonces, que de padres sin ninguna característica ajena a la raza blanca, hayan podido nacer la raza negra, la raza roja o cobriza y la raza amarilla?...

La respuesta a tal enigma, que ha ocasionado centenarias discusiones y hasta muchos ateísmos, nos viene ahora desde Ganímedes. Adam no fue un hombre, un individuo, sino toda una raza: la blanca, última de las razas asentadas en la Tierra. Esto no contradice a la Biblia, porque todos los discípulos de las diferentes escuelas esotéricas saben que el Génesis, como la gran mayoría de los textos sagrados más antiguos, fue escrito en ciertas partes de manera simbólica.

La creación del hombre allí aludida representa un amplio e infinito proceso cósmico, en que las figuras de los textos literales se refieren a fenómenos abstractos y sus consecuencias objetivas en diferentes planos de la Naturaleza. El polvo de la Tierra con que Dios aparece formando al hombre es la materia que forma todos los mundos en nuestro sistema planetario. Tiene los mismos componentes materiales, químicos-físicos, los mismos minerales que integran, como sabemos, nuestro cuerpo, y el espíritu infundido, a manera de “soplo” divino, sigue el proceso ya explicado cuando hablamos de la cuarta dimensión. Además, si conocemos el significado hebraico de la palabra Adam, veremos que es “Humanidad”. Y esto lo encontramos, también, en el Génesis: en el capítulo 5, versículo 2, leemos: “Varón y hembra los crió; y los bendijo, el día en que todos fueron criados”.

Si añadimos a esto la aparente contradicción que se advierte en los pasajes referentes al diálogo entre Dios y Caín, después del asesinato de Abel, en que Dios le pone marca a Caín para que no sea perseguido y matado al huir del Edén, ¿quién o quiénes podrían haber hecho eso, si sólo fueran Adam y Eva, con Caín, los únicos habitantes de la Tierra en ese momento? Y vemos, también que Caín, según el capítulo 4, ver. 16 y 17, se dirigió a la tierra de Nod, en donde conoció a la que fue su mujer y de la que tuvo su hijo Henoch. Era, por tanto, otra región ya habitada por otros seres humanos. Esto prueba que no sólo Adam y su mujer eran los únicos habitantes del planeta...


¿Quiénes eran los otros, y de dónde habían salido?

Además, en el capítulo 6 del Génesis, versículo 2, leemos: “Viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomáronse mujeres, escogiendo entre todas”— Bien claro está que se trataba de dos tipos o razas de seres humanos, en este caso; “los Hijos de Dios” y “las hijas de los hombres”. La explicación de tal galimatías es, sin embargo, muy sencilla. La raza adámica, o blanca, al llegar a la Tierra, encontró ya en ella a otras razas más viejas, o anteriores. Y ellas fueron, por orden cronológico, la raza lemúrica, o negra, y la raza atlante, o roja.

La raza negra puede decirse que fue la única autóctona de la Tierra. Tuvo su origen en un largo proceso evolutivo muy anterior a la llegada a nuestro planeta de los primeros representantes de lo que después fuera la raza atlante. Se desarrollaron principalmente en un continente hoy desaparecido. La Lemuria, que estaba ubicado en una gran extensión de lo que hoy es el Océano Pacífico.

En un desarrollo de milenios, alcanzaron a diseminarse hasta las costas del sur del África. Australia y Mueva Zelandia son restos de aquel gran continente que desapareció bajo las aguas en una serie de cataclismos sucesivos en un período de más o menos diez mil años; su existencia tuvo lugar, probablemente, entre ochenta mil y cuarenta mil años atrás. En esa época la Tierra aún mantenía dos lunas. La otra era de tamaño menor que la actual y giraba en una órbita más amplia, a casi el doble de distancia que la actual.

Refieren los informes obtenidos por nuestro amigo en Ganímedes, que la influencia combinada proveniente de ambas lunas motivó un crecimiento notable del cuerpo físico en hombres y animales, y esto fue la causa de que en esos tiempos vivieran hombres gigantescos en el planeta. Por otra parte, esto se menciona, también, en la Biblia.

Esa luna más pequeña y más apartada, fue atraída, violentamente, por un gran cuerpo celeste que se cruzó con la Tierra hacen aproximadamente treinta mil años. La influencia tremenda ejercida sobre nuestro astro por aquel insólito visitante fue, en verdad, la causa del tremendo cataclismo final que transformó la geografía de entonces. Muchas porciones superficiales, en distintos lugares del globo, se hundieron, siendo invadidas por las aguas que formaron nuevos mares. Y otras, hasta entonces sumergidas, emergieron.

De esto la geología tiene abundantes pruebas, y muchos hombres de ciencia, y hasta simples particulares, han tenido oportunidad de ver y estudiar los extensos campos cubiertos con residuos marinos en diferentes lugares elevados de nuestros actuales continentes.

En muchas cumbres de la Cordillera de los Andes; en el Altiplano de Perú y Bolivia, a más de cuatro mil metros de altura; en varios lugares de los Himalayas, entre cinco y siete mil metros de altitud y hasta en pleno centro del actual desierto del Sahara, se encuentra abundantes sedimentos de conchas y toda clase de restos marinos que prueban cómo, en verdad, fueron fondos de mares desaparecidos.

La segunda raza, o sea la roja, fue de origen extraterrestre. Para ser más concretos, fue venusiana.

En los albores de la nueva era, que comenzó para nosotros, hace exactamente, 28.760 años, fueron trasladados, en diferentes grupos y en un lapso de más o menos cien años, muchos de los habitantes del planeta Venus, por astronaves provenientes del Planeta Amarillo, del que nos hemos ocupado anteriormente. Las crónicas del Reino de Munt narran que en esos remotos años se estaba gestando en Venus terroríficos trastornos, mutaciones catastróficas y cambios ambientales que darían lugar a la extinción total de la vida en ese astro.

Y que por mandato expreso de los sublimes seres gobernantes del Reino de la Luz Dorada, tuvieron que intervenir para salvar a la humanidad de aquel planeta. No era una humanidad tan adelantada como la de ellos. Pero ya tenían un grado bastante elevado en su civilización. No fue tarea fácil hacerles comprender tan extraordinaria misión, y vencer el temor que a la mayoría les inspiraba su presencia, descendiendo en máquinas de fuego desde los cielos enteramente nublados de Venus. Pero los más sabios pudieron entenderlos y darse cuenta del peligro.

Así, por grupos, fueron siendo transportados a la Tierra, en donde se establecieron, principalmente, en el gran continente al que llamaron la “Tierra de Mu”, la famosa Atlántida de los egipcios y de Platón. En el curso de los siglos, en un lapso de más o menos diez mil años, aquella raza pujante y sabia había desarrollado la gran civilización atlante, centralizando su poder en un extenso continente en que se asentaban diez reinos, como las más antiguas tradiciones egipcias y mayas nos recuerdan. Y en esas tradiciones se conservaba, hasta los tiempos más cercanos, la historia de aquel pueblo bajado de los cielos”, al que, también, conocían como el “País de Mu”.

La existencia de la Atlántida, tan discutida hasta hoy, ha dejado profundas huellas en la gran mayoría de los pueblos antiguos de nuestro planeta. Sería muy largo, y fuera del tema de esta obra, pretender explicar la multitud de pruebas de todo orden que abonan su poderosa influencia en el mundo del pasado. Todas las religiones de esa etapa de evolución de nuestra humanidad; las costumbres, ritos, tradiciones de muchos pueblos, especialmente en las tres Américas; muchos de los hitos de civilización en los primitivos griegos, fenicios y etruscos; hasta en los actuales habitantes del Norte de África, recuerdan la influencia atlante en sus orígenes.

Existe una gran bibliografía sobre el tema, a la que pueden recurrir quienes se interesen.

Pero no está demás indicar que los atlantes, en su gran expansión por el mundo de ese entonces, llegaron hasta los confines del Norte de América, transpusieron el Mediterráneo y alcanzaron las riberas del Ni-lo y las entonces fértiles llanuras de la Mesopotamia y de toda la península arábiga.

Un reciente libro dado a la publicidad por la arqueólogo alemana Karola Siebert, presenta abundancia de pruebas irrefutables de la presencia y de la influencia, netamente atlante y venusiana, de aquella raza y de su civilización en la costa occidental de América, especialmente en el Perú. Ha demostrado lo señora Siebert la existencia, en abundantes ruinas preincaicas, de los principales elementos rituales, simbólicos, tradicionales y hasta costumbristas, de aquellos hombres de origen venusiano.

A este respecto es muy interesante conocer que en el Altiplano, entre Perú y Bolivia, en las famosas ruinas preincaicas de Tiahuanacu, se encuentra el monumento más antiguo del mundo: La Puerta del Sol, la que tiene esculpida en el centro la figura del Dios rodeado por otras figuras con alas, clara alusión a seres alados o bajados del cielo, y que en tan formidable monumento existe, también, esculpido, un calendario considerado como el más antiguo que se conoce pues las pruebas al carbono 14 arrojan más de 15.000 años.

Pero lo sorprendente de tal calendario es que representa el año venusiano, con los 255 días terrestres y los meses de 24 días, exactamente.

Y merece citarse, igualmente, lo escrito hace muchos años por el famoso historiador, filósofo y sabio profesor de la Universidad de San Petersburgo, Dimitri Mereshkowsky, en su libro: “El Secreto del Oeste”:

“Los restos de la Atlántida sumergida se encuentran en el misterioso Egipto, México y en el Perú”.

Y ahora pasaremos a ocuparnos de la tercera raza: la raza de Adam, o blanca, llamada también caucásica, y que hace su aparición en la Tierra más o menos a mediados de nuestra actual etapa evolutiva, dentro del conocimiento cósmico de la existencia de ciclos, o “revoluciones cósmicas” con una duración de 28.791 años cada uno. A este respecto, la información obtenida desde Ganímedes por nuestro amigo es categórica. Refiere que los primitivos representantes de esa raza fueron traídos a la Tierra por astronaves del gran imperio, que, más tarde, sería llamado “Reino de Munt”, como viéramos en capítulos anteriores.

Le explicaron que en ese entonces, hace más o menos doce mil años, cuando aún perduraban en el Planeta Amarillo las últimas contiendas entre los dos poderosos bloques étnicos en que se dividieran, como ya hemos visto anteriormente, un numeroso grupo de prisioneros del país vecino, que no podía ser asimilado a su civilización por no haber alcanzado el alto nivel moral requerido, fue trasladado a nuestro planeta, ubicándolo en los territorios, entonces deshabitados pero fértiles y con abundancia de recursos naturales que ahora conocemos como Siria, Jordania y El Irak.

Esto explica, hoy, diferentes pasajes de la Biblia, entre ellos la expulsión del Edén de los primeros progenitores de esa raza, como castigo. Vinieron, en efecto, de un mundo superior. De un mundo en que se desarrollaba una civilización fácilmente comparable con un paraíso. Y venían a un mundo en que tendrían que “trabajar con el sudor de su rostro”, y en donde tendrían que “sufrir y sentir dolor” y en “donde conocerían la muerte”, pues ya hemos visto que en el Reino de Munt, ésta ya no existe, como se ha explicado en capítulos anteriores.

Todo ello concuerda, amplia y lógicamente, con el relato bíblico. Y ahora vamos a ver, también, la explicación que han dado aquellos superhombres a distintos casos referidos por el Antiguo Testamento, comprobando así la permanente intervención que tuvieron en el desarrollo y evolución de esa raza en nuestra Tierra.

Previamente hemos de añadir que se le explicó a Pepe que siempre actuaron y actúan por orden y dirección de los Supremos Señores del Reino de la Luz Dorada. Pero antes de pasar al siguiente punto, debemos anotar que poco tiempo después de traer aquel primer grupo de “emigrantes”, trasladaron, también, otro grupo al que dejaron en las costas septentrionales del Mar Negro, en la región comprendida entre las desembocaduras de los ríos Dniéper y Danubio.

Este segundo núcleo de seres de raza blanca fue el que, al extenderse con el correr de los siglos, subiendo por las márgenes de ambos ríos poblaron toda la Europa.


La desviación del Nilo

La formidable civilización del antiguo Egipto no habría existido jamás, de no mediar la intervención de aquella super-raza extraterrestre en los destinos de nuestra humanidad. Siempre se ha dicho que el Egipto era un producto del Nilo.

Pero en esos remotísimos tiempos el Nilo no recorría lo que, después, fuera poderoso imperio de los Faraones. El extenso y caudaloso río que tiene sus fuentes en los territorios de lo que hoy son Uganda y Etiopía, llegaba hasta más al norte de la primera catarata, en la región en que ahora se levanta la gran represa de Asuán. De allí se desviaba en dirección al Mar Rojo, desembocando en él.

Toda la región ocupada por Egipto era desierto, continuación del de Libia, con la sola excepción de una estrecha zona fértil limitada por los desiertos de Nubia y Libia, que se extendía hasta cerca del lugar en que hoy se asienta la población de El Qoseir en la ribera del Mar Rojo, siguiendo el curso original del Nilo.

Mil quinientos años más tarde, cuando ya los pobladores de esa región de la Tierra se habían multiplicado y formado grandes tribus, algunas de las cuales llegaron a ponerse en contacto con descendientes de la raza lemuriana y de la raza atlante, los Sublimes Señores del Reino de la Luz Dorada ordenaron al pueblo que después fuera el Reino de Munt, volver a la Tierra a preparar el asiento de lo que, en los Planes Cósmicos, debía ser la gran civilización egipcia. Durante un tiempo se realizaron los estudios correspondientes, y se decidió desviar el río Nilo antes del gran recodo que formaba al norte de la primera catarata, para llevarlo a través del desierto hasta desembocar en lo que hoy es el Mar Mediterráneo.

Enormes astronaves condujeron ingenieros, máquinas y equipos hasta la zona escogida. Un grupo de técnicos extraterrestres se encargaron de educar a los atemorizados pobladores primitivos, que luego de los primeros días de terror, los adoraron como Dioses, y sirvieron de obreros en la obra. Al cabo de pocos años, por los formidables medios con que contaban, se había abierto el nuevo cauce y los cinco canales simétricos que iban a constituir el gran Delta.

El antiguo cauce de desagüe en el Mar Rojo fue anulado y el tiempo se encargó de cubrirlo totalmente. Una pequeña carga nuclear desmoronó la barrera natural que separaba el Nilo de su nuevo curso, y el gigantesco río corrió, desde entonces, a través de lo que, siglos más tarde, iba a ser el gran imperio de los Faraones, y el centro inicial de las grandes escuelas esotéricas del futuro...

Cumplida su misión, los hombres, los equipos y las máquinas retornaron a su planeta de origen.


La fundación del imperio egipcio

Muchos han sido los problemas que durante siglos preocuparon a los hombres de ciencia que estudiaran la civilización egipcia. Algunos fueron resueltos a la luz de modernos descubrimientos. Otros, quedaron sin respuesta hasta hoy. Entre estos últimos figuraba el enigma del sorpresivo desarrollo de ese pueblo en, relativamente, pocos lustros.

Sociólogos, historiadores, arqueólogos y filósofos no atinaron a imaginar cuál pudo ser la causa a la que se debía que los egipcios representaran un fenómeno de evolución completamente distinto a todos los demás pueblos. En todas partes, en todas las razas y civilizaciones más remotas, se advierte el proceso lento y escalonado, sucesivo en sus diferentes gradaciones, desde los niveles más primitivos hasta el apogeo de sus culturas respectivas, en la variada gama de matices que ofrece al investigador estudioso la marcha de cualquier grupo humano en la historia de nuestra humanidad.

Pero con los egipcios no pasó eso. El país de los Faraones resulta un caso único. Hasta hace más o menos ocho mil años, en las riberas del Nilo se encontraban tribus dispersas, con un nivel de vida y de cultura muy pobres, como lo demuestran los restos arqueológicos de esa época.

Poseían solo rudimentarios elementos, cerámica tosca y modestas construcciones de adobe sin mayores alardes de cultura. Pero de pronto, en sólo el transcurso de un par de centurias, empieza a florecer allá una sorprendente civilización. Comienza a construirse grandes ciudades, con edificios de piedra que cada vez asumen formas y estructuras más notables, hasta llegar, en poco tiempo, a la asombrosa demostración de adelanto que ha llegado a causar el respeto y la admiración de los hombres cultos de todos los países y de nuestros sabios modernos.


¿Qué sucedió en Egipto entre el octavo y el séptimo milenio de nuestra era actual?

También desde Ganímedes nos viene la respuesta. Recordemos que ya, tres mil años antes, la super-raza extraterrestre había preparado las bases con la desviación del Nilo. Pero en esa época empezaron a presentarse en el Planeta Amarillo los primeros síntomas de su futura desintegración, como se ha explicado al ocuparnos de la historia del Reino de Munt.

Era, precisamente, el comienzo del reinado de aquel portentoso soberano. Y, por tal razón, terminada la misión que se les encomendara en la Tierra, se dedicaron exclusivamente a sus propios y urgentes problemas. Ya hemos visto en la tercera parte lo referente a su traslado al satélite de Júpiter y la destrucción del Planeta Amarillo. En ese lapso de cerca de tres mil años de los nuestros, estuvieron muy atareados en adaptar su nuevo mundo a la perfecta evolución de su civilización, y no vinieron a la Tierra.

Pero una vez satisfechos con su nueva morada, recibieron del Sol otra misión: fundar la gran civilización del Nilo.

Debemos recordar que la historia del antiguo Egipto es perfectamente conocida, por la abundancia de documentos de todas las épocas, en que se narra, minuciosamente, el desenvolvimiento de ese gran pueblo.

Y se conoce al detalle el desarrollo evolutivo de tan formidable civilización, desde los tiempos del Rey Menes, fundador oficial de la primera dinastía, que en el año 5.004 antes de Cristo, establece la organización política y administrativa que habría de perdurar a través de las veintiséis dinastías que, oficialmente reconocidas como tales, rigen en el Valle del Nilo hasta ser conquistado por Cambises, Rey de Persia, en el año 527 antes de nuestra era cristiana; cinco dinastías más, de origen extranjero, completan la serie de 31 que termina con la dominación de Egipto por los romanos.

Pero es históricamente conocido, también, que al asumir Menes el poder soberano del Egipto, encuentra ya un país organizado, con una civilización floreciente y un gobierno teocrático ejercido por la casta sacerdotal, que en un lapso indefinido de tiempo, había ya establecido las bases de la cultura, religión, economía y administración de todo el país, que son continuadas por Menes y sus sucesores durante más de cinco mil años.

Esa etapa anterior a la de los Faraones que comienzan con Menes, está señalada en la tradición y escritos antiquísimos como el tiempo en que ese pueblo fuera gobernado por los “Dioses bajados del cielo”. No se fija, con exactitud, cuánto duró aquella primera etapa. Los egipcios no acostumbraban a señalar cronológicamente los tiempos en forma correlativa. Preferían relatar los hechos correspondientes a cada período gubernamental, refiriéndolos al personaje gobernante. Y en esa lejana época, no existen datos concretos que permitan identificar, todavía, a los personajes.

Por eso aquel período en que se manifiesta, claramente, un tipo de gobierno manejado por seres divinos, que delegan sus poderes a los sacerdotes gobernantes pero sin descuidar su control directo, ha parecido a muchos una etapa legendaria o mítica de la historia del Egipto.

Pero los hechos comprueban que no hubo tal leyenda, y que los aparentes mitos han sido la transcripción pintoresca en la forma, pero exacta en el fondo, referente a un lapso de más o menos mil años durante los cuales se convirtió a las tribus dispersas entre las regiones del Bajo y Alto Nilo, de núcleos humanos dispersos y desorganizados, en un floreciente imperio que en los tiempos de Menes ya contaba con importantes ciudades, en las que se levantaban magníficos templos y majestuosos monumentos.

Uno de éstos, posiblemente el más notable por muchos conceptos, fue la Esfinge. Esta formidable y enigmática figura, gigantesca mole de granito que se levanta hoy en las arenas vecinas al Cairo, junto con las tres grandes pirámides de Keops, Kefren y Miceríno, ha causado el asombro de miles de generaciones y ha mantenido en el más estricto secreto el misterio de su origen y el de los fines para los que fue construída.

Ahora, el “Secreto de la Esfinge”, como se mencionó por largos siglos a tan enigmático monumento, llega a su fin con las explicaciones que nos vienen de Ganímedes. Ellos, los hombres del Reino de Munt, fueron sus constructores. Mejor dicho, los arquitectos directivos de la obra. Se ubicó en un lugar solitario, frente al Nilo, como templo iniciático y sede hermética de los primeros “Hermanos de la Esfinge”, aquella fraternidad oculta tantas veces mencionada en este libro.

En ella se preparaba a los sacerdotes escogidos como los más capacitados para gobernar el naciente imperio, y más tarde, al correr de los siglos, cuando ya había desaparecido el primitivo gobierno teocrático, siguió siendo el lugar de reunión y de instrucción de los miembros de esa escuela de sabiduría cósmica.

Desde los tiempos de la tercera dinastía pudieron ingresar en ella miembros laicos, y así tuvo el Egipto, posteriormente, sabios portentosos ajenos por completo a la orgullosa casta sacerdotal que, por milenios, trató siempre de dominar a los Faraones, sucesores de Menes.

Hasta hoy no se ha descubierto el verdadero sentido de la Esfinge, en gran parte debido a la inquina o negligencia por remover los miles de toneladas de arena bajo las que duerme su sueño de siglos el templo iniciático y todas las dependencias, muchas de ellas cámaras secretas, utilizadas por los Hermanos de la Orden en su vida institucional.


¿Cuántos tesoros culturales podría hallar nuestra humanidad si se descubriera tan misteriosos recintos?

De allí salieron hombres que marcaron hitos en la historia de toda la Tierra. Entre ellos, el famoso Moisés de la Biblia. Y también, la enigmática y sapientísima personalidad conocida en los tiempos de la cuarta dinastía con el nombre de Imhotep, el famoso arquitecto constructor de la Gran Pirámide, ubicada a corta distancia de la Esfinge, que ya, por aquel entonces, era vecina a la gran capital del Bajo Egipto, Menfis, levantada con tal fin por Menes, en las cercanías del misterioso monumento.

No vamos a detenernos más en estos puntos. Hay todavía mucho por explicar sobre misiones terrenas de aquella raza extraterrestre; por tanto vamos a ocuparnos, ahora, de otras misiones, todas ellas trascendentales, para el desarrollo y evolución del hombre en nuestro planeta.


La destrucción de Sodoma y Gomorra

Ya hoy día muchos hombres de ciencia han opinado que la destrucción de las dos ciudades, llamadas “malditas”, se debió al empleo de bombas atómicas del tipo de las que aniquilaron Nagasaki e Hiroshima. Entre ellos el físico soviético Alexei Kazantzev y el profesor, también ruso, Agrest, participan de esa opinión y este último ha presentado como pruebas de su aserto las tecticas encontradas en aquella región, materiales rocosos que todos los físicos nucleares saben que sólo pueden formarse a consecuencia de reacciones atómicas.

Los hombres del Reino de Munt explicaron este caso como el cumplimiento de otra misión que les fuera encomendada por los sublimes “Señores de la Faz Resplandeciente” para castigar el desenfreno y abominable corrupción reinante en aquellas ciudades, que amenazaba extenderse al resto de los nuevos pueblos escogidos para el futuro desarrollo de la humanidad terrestre. Era un escarmiento que buscaba servir de lección.

Los varones considerados ángeles en la Biblia, que visitaron a Lot y lo previnieron para abandonar esos lugares, eran miembros de la tripulación de una astronave de las del tipo de seis tripulantes. El mismo Génesis confirma los poderes extraordinarios que tenían, que les permitieron defenderse de la multitud sodomita con un simple ademán que cegó a todos los que pretendían violarlos, pudiendo escapar en compañía de Lot y su familia. Después, cuando estos últimos estuvieron a salvo y a prudente distancia, regresaron ellos a su máquina oculta tras una loma.

Una bomba termo-nuclear sobre cada una de las ciudades las hizo pasar a la historia...


El paso del Mar Rojo

Uno de los pasajes más notables de la Biblia es el referente a la huida de Israel, perseguido por el ejército de Faraón, a través de las aguas del Mar Bermejo como ellos lo llamaban. Muchas discusiones han habido sobre el tema. Y muchos hombres de ciencia materialistas han creído ver en él una fábula inventada por Moisés. Pero la verdad del hecho histórico no puede refutase.

Los judíos salieron de Egipto y atravesaron el Mar Rojo por su parte más estrecha, que separa el África de la Península del Sinaí. La misma historia egipcia lo confirma. Y no lo hicieron en barcas, que no tenían. El Éxodo lo refiere con lujo de detalles. Y el prodigio le costó al Faraón lo más graneado de sus tropas. Todo ello ha sido conocido desde los más remotos siglos y no perderemos tiempo en repetirlo.

Pero, veamos ahora cómo nos han explicado los superhombres de Ganímedes la sucesión de hechos portentosos que tuvieron lugar en aquel episodio.

Los israelitas habían acampado en la margen occidental del Mar Rojo, conducidos hasta ahí por la famosa columna de humo que los guiara constantemente en todo el éxodo. Esta nube, que de día era una gigantesca columna de humo y de noche, de fuego, marchaba siempre a la cabeza del pueblo, y aquel día se encontraba detenida sobre la ribera del mar. Al percatarse los judíos que por el desierto se acercaba velozmente el ejército egipcio, cundió el pánico, tal como lo refiere la Biblia. Pero también narra que, en esos momentos, la columna de humo se puso en movimiento, colocándose a espaldas del pueblo, entre éste y el lugar por donde habrían de llegar las tropas de Faraón. Moisés calmó los ánimos, asegurándoles que “Jehová los defendería”...

Y comenzaron los prodigios. De la nube de humo salieron rayos y se estableció una espesa cortina tenebrosa de humo y fuego que separó a los egipcios de los israelitas. De aquella gigantesca cortina partían rayos y truenos y tan amenazante espectáculo detuvo a los egipcios que, atemorizados, empezaron a gritar que Jehová estaba defendiendo a su pueblo. Esta situación se prolongó todo el día.

Mientras tanto se formaban grandes nubes desde la playa y sobre el mar en dirección a las opuestas riberas. Durante la noche un viento huracanado azotó las aguas en toda la zona fronteriza. Los israelitas estaban pasmados y temblaban ante aquellos fenómenos. Sus enemigos continuaban detenidos al otro lado de la barrera flamígera. Con las primeras luces del nuevo día un grito de asombro partió de todo el campamento: el mar estaba dividido, formando las aguas como altas murallas a ambos lados de un amplio corredor o pasaje.

Moisés ordenó a los suyos que lo siguieran y penetró por el centro del providencial camino en demanda de la otra lejana orilla. Al ver eso, no sin dejar de temer, los demás siguieron tras él, marchando apretujados por el centro seco de aquel sendero constituído por el fondo del Mar Rojo.

Con terror miraban a ambos lados las murallas líquidas y trepidantes, como si estuvieran contenidas por tupidas y poderosas mallas de gigantescas redes invisibles. Cuando ya todos los israelitas se encontraban atravesando el mar, a pie enjuto, la columna de humo que los protegía se movilizó, desapareciendo la cortina de fuego que separaba los dos campos. Esta vez fueron los egipcios los que lanzaron grandes voces ante el espectáculo que presenciaban. Detenidos en la playa, presa del terror que tal prodigio les infundía, no se atrevían a avanzar tras los judíos que se iban alejando en demanda de la otra orilla.

Pero sus jefes, más audaces, viendo que la presa se les escapaba, lograron imponerse. Los carros y caballería empezaron a ingresar a tan insólito corredor y viendo que no les sucedía nada, el resto de las tropas los siguió. Los israelitas estaban ya cerca de las otras riberas, y a carrera abierta las alcanzaron cuando los soldados de Faraón llegaban al centro del mar. De la columna de humo que protegía a los judíos comenzaron a partir rayos que destrozaban las ruedas de los carros, mataban a los caballos y jinetes, deteniendo a todo el ejército. El pánico se apoderó de todos. Pretendieron volverse atrás. Pero en aquel momento las murallas líquidas se deshicieron como gigantescas cataratas y todas las tropas fueron sepultadas por las aguas del Mar Rojo.

Los hombres de Ganímedes explican así todos estos fenómenos: Tenían la misión de los Sublimes Señores del Reino de la Luz Dorada, de proteger y salvar al pueblo de Moisés para fines ulteriores en el desarrollo de los Planes Cósmicos, en cuanto a la evolución de la humanidad terrestre. Moisés, como secreto Hermano de la Esfinge, poseía la sabiduría y conocimientos necesarios para poder comunicarse con ellos. Así, desde los momentos en que luchó por conseguir que el Faraón los dejara salir de Egipto, sabía que contaría con su ayuda.

Pero no podía revelar a un pueblo tan ignorante y atrasado en todo concepto, las grandes verdades científicas y cósmicas que él, por su iniciación, sabía cómo utilizar. Al no poder explicar muchas cosas ocultas, secretos obtenidos en la forma tradicional y extremadamente rigurosa de su hermandad iniciática, se vio precisado a atribuirlo a la figura del Dios Jehová, personaje que, según analizaremos después, tuvo muchos aspectos poco divinos en su larga intervención en la vida y religión del pueblo israelita.

Así pues, desde la salida de Egipto, estuvieron acompañados y guiados por aquella famosa nube en forma de columna, de humo en el día y de fuego en las noches, en la que se “encerraba Jehová” y que los protegió como ya vimos para el paso del Mar Bermejo. Tal nube, en realidad, fue siempre una astronave de las del tipo chico que ya conocemos, que se presentaba envuelta por una nube gaseosa para no aterrorizar a los primitivos e ignorantes judíos, más dados a aceptar explicaciones de tipo sobrenatural, divino o fabuloso, que a comprender hechos y verdades científicas que, hasta hoy, son difíciles de entender para muchos. Y ya sabemos que por las noches aparecía como una nube de fuego, fenómeno que no necesita mayor explicación ahora.

En cuanto a la separación de las aguas del mar, dicen que se utilizó la fuerza combinada de una de sus bases espaciales y seis astronaves de las del tipo grande, ya descrito anteriormente, que se colocaron a conveniente altura, en fila india, teniendo tres máquinas en cada extremo y la base en el centro, sobre toda la extensión del brazo de mar que separa las costas de esa zona. Esa fue la gigantesca nube que cubría todo el corredor formado pos las aguas separadas.

Este fenómeno se logró mediante el empleo de poderosas fuerzas electromagnéticas en combinación con fuerzas vivas de la Cuarta Dimensión, que anulando la gravitación de las aguas, suspendiéndolas como las suspenden las trombas marinas en los grandes tifones, y manteniendo una cohesión molecular parecida a la de los bloques de hielo en ambas “murallas” acuáticas, lograron el efecto perseguido y lo mantuvieron durante todo el tiempo que fue necesario...

En cuanto al ataque a los carros y caballería, lo realizó la máquina pequeña con sus propios y simples elementos defensivos-ofensivos, armas incomprensibles todavía por nosotros a las que nos hemos referido en un capítulo anterior y que los hombres del Reino de Munt no parecen estar dispuestos a explicar en detalle...


Visitas de Moisés a las cumbres del Sinaí

Durante todo ese tiempo que los israelitas acamparon a las faldas del Monte Sinaí, fueron muchas las veces que Moisés subió a la cumbre. Siempre lo hizo solo, excepto la ocasión en que lo acompañó su hermano Aarón, destinado a ser el Sumo Sacerdote. Nadie se atrevió, jamás, a subir tras él, porque ello estaba penado con la muerte.

Y siempre, también, en tales casos, era llamado desde la cumbre, que en esos momentos era cubierta por una gran nube resplandeciente, con rayos y truenos que aterrorizaban al pueblo. Cuando regresaba Moisés, traía los mensajes “que le daba Jehová”.

.. .Es fácil, ahora, comprender que se trataba de una astronave en cumplimiento de misiones de enseñanza, para ir estructurando las bases culturales y religiosas que se proponía inculcar en el alma de los israelitas. Una de aquellas visitas duró “cuarenta días y cuarenta noches”. Todo el pueblo vio que Moisés penetraba en la espesa nube que cubría la cumbre y luego la nube se alejó.—Fue un viaje al Reino de Munt, en donde aprendió muchas nuevas lecciones y de donde trajo, ya grabadas. Las Tablas de la Ley...

Es ya ampliamente conocido que al retornar, ese pueblo ignorante, rebelde, lúbrico y codicioso, en la tradicional anarquía que siempre lo caracterizó, le había vuelto las espaldas y, en medio de una formidable orgía estaba adorando al Becerro de Oro...


El "maná" del cielo

La Biblia nos dice que durante los cuarenta años que duró la permanencia de los israelitas en el desierto, estuvieron recibiendo diariamente del cielo su ración de “maná”. Estaba constituido por unas bolitas de sustancia parecida al pan, que todas las mañanas aparecía cubriendo el suelo de su campamento, en cantidad suficiente para todos.

Los hombres de Munt explican este hecho manifestando que se trató de un material alimenticio común entre ellos, con alto contenido de proteínas, carbohidratos y minerales vitaminados, provenientes de su reino vegetal, con elevado poder nutritivo, que elabora continuamente su industria manufacturera des-de los más remotos tiempos.

Era transportado en grandes cantidades desde su Reino hasta una de sus bases espaciales, ubicada a más o menos 12.000 kilómetros de altura sobre nuestro planeta.

Se lo llevaba en grandes envases herméticamente cerrados para evitar su descomposición, y lo almacenaban en las grandes bodegas de la base, de donde se extraía la cantidad necesaria para el suministro diario, de lo que se encargaba una de las grandes astronaves de carga con base en dicha estación espacial, la que en las postreras horas de la madrugada, en pocos minutos bajaba hasta escasa altura sobre el campamento, envolviéndose siempre en la consabida nube de humo, arrojaba el cargamento en un lento vuelo circular, y retornaba a su base.


Construcción del "Arca de la Alianza"

Entre los muchos objetos fabricados en esa época bajo la dirección de Moisés para el nuevo culto de la naciente religión, el principal fue el Arca de la Alianza, o “Santuario secreto de Jehová”. Las enseñanzas místicas primitivas afirmadas luego por la tradición, lo hacían aparecer como el lugar sacratísimo en el que se encerraba el Dios de los Israelitas, lugar al que nadie podía tener acceso, excepto el Sumo Sacerdote en determinadas ocasiones.

Sobre tal condición pesaba, nada menos, que la pena de muerte, y esta sanción tuvo lugar de manera maravillosa e impresionante varias veces, como en el episodio de aquel oficial del rey David, quien al ver que los cargadores del Arca habían tropezado, temiendo que el Santuario cayese a la tierra, lo agarró con la más sana intención: un rayo fulgurante partió del arca y el oficial cayó fulminado...

En esas remotas épocas un hecho así era prodigioso. Venía a confirmar la presencia de aquel Dios iracundo y muchas veces cruel en el interior del artefacto. Un pueblo ignorante no podía encontrar otra explicación a fenómenos de tal naturaleza, que las maravillosas y fantásticas ofrecidas por los sacerdotes, cuyo jefe era el único poseedor del secreto.

Este, en realidad, era muy simple: el Arca según se expresa detalladamente en la Biblia estaba recubierta enteramente de oro, por dentro y fuera. En su construcción (lo que no se dice en ninguno de los libros de Moisés) intervinieron instrucciones secretas recibidas en el Reino de Munt para convertir aquel objeto de culto en un poderoso elemento generador de electricidad.

Convenientemente ocultas en la estructura interior habían pilas formando una potente batería acumuladora de fuerza, la que se manifestaba, a veces, en ciertas ceremonias, como chispas y destellos fulgurantes, atribuidos a la divinidad que en ella se encerraba. En esos tiempos no se conocía la electricidad ni cómo producirla. Ello solo era privilegio de los “iniciados” de algunas escuelas esotéricas.

Y Moisés fue uno de los Hermanos de la Esfinge, los más adelantados en aquel terreno. De tal manera, no fue difícil concebir un artefacto que, dentro de un concepto mítico inspirado por el deseo y la necesidad de impulsar a su pueblo por el camino de la superación, se viera obligado a emplear una serie de trucos y estratagemas, únicas formas de dominar la tremenda rebeldía y los poderosos impulsos hacia el vicio y las bajas pasiones que tanto dominaron, por siglos, a los israelitas.

Estando el Arca revestida de oro, metal conductor, puesto en contacto directo con los acumuladores de su interior, mediante un dispositivo hábilmente disimulado y solo conocido por el sumo sacerdote quien podía conectar o desconectar el paso de corriente a voluntad, es fácil comprender que cualquier neófito que se atreviera a tocar el Arca recibiría, instantáneamente, una descarga mortal, como le sucedió al oficial de David. Y las pilas, de un tipo de alta potencia, eran proporcionadas por los hombres de Ganímedes.

En aquel entonces, el fin justificaba los medios...


Visitas de profetas al reino de Munt

No sólo Moisés tuvo el privilegio de conocer el mundo maravilloso organizado en el satélite de Júpiter. Muchas de las grandes figuras representativas del adelanto cultural, moral y religioso de la humanidad terrestre, tuvieron esa oportunidad, en diferentes épocas y lugares.

La lista es muy larga, pues se reparte entre todos los pueblos de la tierra. Para detallar todos y cada uno de los casos, necesitaríamos ocupar un volumen especial, tan extenso como este libro en su integridad. Tal vez podamos hacerlo andando el tiempo. Más ahora, debemos concretarnos al desarrollo del tema principal que motiva esta obra, que en realidad, viene a ser un mensaje extraordinario debido al momento histórico y apocalíptico en que se encuentra nuestra humanidad.

Entre los muchos nombres que podríamos citar de esa larga lista, mencionaremos a Imhotep, Henoch y Elias, El Señor Bu-da, Zoroastro, Lao-Tsé y Confucio. Imhotep, a quien nos referimos al tratar sobre la historia de Egipto, fue el sabio constructor de la Gran Pirámide de Keops.

Fue un Hermano de la Esfinge y su admirable sabiduría, demostrada por las maravillas de ese milenario monumento, tuvo confirmación y refuerzo objetivo en varias visitas realizadas secretamente al Reino de Munt. Vivió más de doscientos cincuenta años y su muerte fue un misterio, pues siendo personaje tan notable, nadie supo hasta hoy en dónde fue sepultado. La verdad es que al término de su misión en la Tierra lo llevaron a Ganímedes.

Los profetas Henoch y Elias, tan mencionados en el Antiguo Testamento, también fueron conducidos al Reino de Munt, como se confirma en los textos bíblicos al narrar que “fueron llevados al cielo en carros de fuego”.

En cuanto al Señor Buda, o sea el príncipe Sidarta Gautama, o Sakia-Muni como también fuera llamado, fundador del Budismo, es figura tan conocida en la historia que nos evita dar mayores referencias personales. Pero en el Reino de Munt existen las pruebas de que tal personaje visitó su mundo, conducido para estudio y comprobación de las grandes verdades cósmicas y eternas que, después, fueron la base de su elevada doctrina, tan parecida en la esencia, elevación y pureza, a las enseñanzas posteriores de Cristo.

La figura grandiosa de Zoroastro, o Zarathustra, autor del conjunto de libros sagrados conocidos como Zend-Avesta, pilares fundamentales de la religión mazdeísta de la antigua Persia, la más elevada y noble por su alta moral, por la profundidad y sabiduría de sus conceptos básicos en cuanto a la interpretación simbólica o alegórica de las grandes verdades cósmicas, guarda una estrecha relación fundamental con los mismos principios esenciales que encontramos en la religión mosaica, en el budismo y en el cristianismo primitivo y sustancial.

Aunque el ropaje de que hacen gala, en mitos y ceremoniales cada una de estas grandes religiones pueda ser diferente, por las distancias que las separan en tiempo y ambientes de desarrollo, tales diferencias revelan al analista imparcial que son el producto, exclusivo, de la intervención de los hombres y de las costumbres de cada lugar y época. Pero la esencia de todas ellas es la misma, lo que prueba, lógicamente, la uniformidad de origen.

Y si la comparación es llevada hasta esa otra gran doctrina constituida por el conjunto de enseñanza de los grandes filósofos chinos Lao-Tsé y Kung-Fu-Tsé, mejor conocido en occidente por la derivación latina del nombre, Confucio, ambos anteriores a Cristo, desembocamos en la sorprendente analogía de los principios fundamentales de moral, de estímulo a la virtud, a la pureza de pensamiento y de conducta, a las prácticas más bellas y más nobles, más fraternas y elevadas para el trato y la mutua convivencia entre todos los seres humanos. Todo esto, en el fondo, no es otra cosa que lo ya descrito, en capítulos anteriores, sobre la cultura y religión que reinan en Ganímedes.

No es extraño, por tanto, que los superhombres del Reino de Munt hayan asegurado haber sido los intermediarios encargados, en distintas épocas y diferentes lugares y pueblos de la Tierra, de facilitar la difusión de las doctrinas y enseñanzas emanadas de aquel Sublime Reino de la Luz Dorada, de aquellos Grandes Espíritus gobernados directamente por el Supremo Rey del Sol a Quien llamamos en la Tierra el Cristo...

En los próximos capítulos, al explicar los pormenores de la trascendental Misión que ahora, después de largos siglos, motiva su regreso a nuestro mundo, tendremos oportunidad para ampliar conceptos y opiniones acerca de todos esos puntos.

Réstanos, solamente, ocuparnos en éste de otra visita importantísima, realizada hace casi dos mil años, y que, en verdad, obedeció a los preliminares preparativos de la Gran Misión Actual.


El enigma de la estrela de Belén

La Historia y el Nuevo Testamento, en la Biblia, nos refieren que “unos magos, llegados del Oriente”, visitaron al Rey Heredes para preguntarle por “el nuevo Rey de Los Judíos” nacido en tierras de Judea. San Mateo, en su Evangelio, nos dice que en esa entrevista aquellos magos se expresaron así: “¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el Oriente y venimos a adorarle”.— Y en el curso de los siguientes versículos del Cap. 2, narra cómo esos magos, después de hablar nuevamente con Herodes, vuelven a ver la mencionada estrella que los va guiando hasta Belem, y que se detiene exactamente sobre el pesebre en que se hallaba el Niño Jesús y sus padres.

A la luz de nuestros modernos conocimientos científicos, muchos se han hecho esta pregunta: ¿Era una estrella lo que anunció en Oriente el nacimiento a los Magos, y lo que los condujo hasta Belem? —

La Astronomía, la Mecánica Celeste y la actual Ciencia del Espacio nos demuestran la imposibilidad de que se tratara de una estrella o cualquier otro tipo de astro. Su existencia en la época nos la prueba la Historia, que conserva las huellas del tremendo impacto causado en Jerusalén por la visita de los Magos a Herodes y toda la secuela de consecuencias que se derivaron de ella, hasta la terrible matanza de niños ordenada por el déspota- También nos la afirma la Biblia, y es presenciada, además, por multitud de pastores que llegan hasta Belem con el mismo propósito de los Magos.

Pero hoy, ya no podemos aceptar la idea de una estrella, ni de un cometa, ni siquiera la de un satélite, sateloide o meteorito. Si analizamos los textos bíblicos encontramos que la forma en que se refieren a esa “estrella” nos apartan, por completo, del concepto comprobado sobre todo cuerpo celeste común y corriente. Todos los astros conocidos están sujetos a leyes universales que norman su equilibrada y matemática marcha en el espacio. Todos siguen, perpetuamente, las trayectorias trazadas por la Naturaleza, y si alguno se apartara de su órbita ello significaría catástrofes astronómicas. Sin embargo, aquellos Magos del Oriente mencionan haber realizado su viaje porque “esa estrella les anunció en su tierra” un hecho digno de su máxima adoración.

Y esa “estrella”, posteriormente, en Judea, vuelve a presentarse y los va guiando hacia un lugar determinado, al lento paso de los camellos y caballos, y sobre ese lugar se detiene y se mantiene suspendida en el espacio.

Si comparamos estos hechos con las ya conocidas maniobras de los OVNIS en nuestros días, encontramos coincidencias que pueden llevarnos a deducciones muy interesantes. En primer lugar, en aquellos tiempos cualquier punto luminoso en el firmamento era considerado una estrella. Y si la magnitud de su luminosidad era suficiente como para impresionar a muchos, con mayor razón.

Ahora bien, sabemos que los OVNIS pueden ser confundidos a cierta distancia con luminarias celestes; y ya todos conocemos que se pueden mantener estáticos en el espacio, y recorrer el cielo a diferentes velocidades, desde las más vertiginosas imposibles de alcanzar aún por nuestras astronaves, hasta las de menor intensidad, parándose o avanzando en cualquier dirección a voluntad. ¿No es ésta, exactamente, la forma en que nos presenta el texto bíblico a la “estrella” de Belem?...

Siempre se representó a la misma detenida sobre el pesebre del niño Dios, lanzando un haz de rayos que iluminan el lugar. Ya sabemos, también, que aquellas máquinas extraterrestres han sido vistas en la misma forma: detenidas en el espacio, inmóviles a cierta altura del suelo, iluminando con un potente haz de luz el sitio sobre el cual se encontraban...

Entonces cabe preguntarse ¿fue una nave extraterrestre la que anunció el nacimiento de Jesús a los Magos en su distante país, y la que los guió, posteriormente, hasta el pesebre? — La respuesta es obvia. Ellos habían afirmado, categóricamente, que la “estrella” les anunció, en su tierra, el nacimiento del Niño y su condición de “nuevo Rey de los Judíos”... Y una estrella no habla para anunciar tales cosas... Por tanto la conclusión, lógica, es evidente: fue una astronave tripulada por seres capaces de realizar tal anuncio y guiar, más tarde, al grupo de Magos hasta su destino.

Pero una conclusión de tal naturaleza nos abre nuevos interrogantes: Si aquellos magos del Oriente fueron buscados y conducidos, así, por seres extraterrestres, ¿quiénes eran esos Magos para ser solicitados en tan especial manera y para realizar un viaje tan largo y penoso por tal motivo? — La Historia y la Biblia no nos dan detalles al respecto. Sólo se dice que llegaron a Jerusalén desde lejanas tierras del Oriente y que, al ser avisados en sueños de las intenciones aviesas de Herodes, regresaron a sus países por otro camino para evitar pasar de nuevo por la capital judía.

¿Quiénes fueron tan importantes y misteriosos personajes? ¿Qué relación tenían con la venida del Mesías, para realizar tan larga, penosa y peligrosa aventura, con el sólo afán de rendir un homenaje a un niño que acababa de nacer? ¿Y qué relación había entre ese Niño, los Magos y los seres extraterrestres que tripularon aquella máquina espacial?...

Tan enmarañado problema no habría tenido jamás una respuesta de no haber mediado, en él, la intervención directa de los superhombres de Ganímedes. Y por esos habitantes del Reino de Munt que ahora vuelven a visitarnos, podemos conocer el portentoso enigma de la “estrella”, descubrir el misterioso velo que durante dos milenios envolviera la personalidad de aquellos magos, y alcanzar a vislumbrar las profundas relaciones de todos los personajes y elementos que intervinieron en ese acontecimiento, aun-, que las respuestas puedan parecer a los profanos en las ciencias metafísicas pasmosamente desconcertantes.

Esos Magos eran iniciados Hermanos de la Esfinge, oriundos del Egipto; y sacerdotes iniciados de Zoroastro. Los egipcios, que fueron tres, venían de la región de Caldea en donde se refugiaran huyendo de la dominación romana impuesta años antes en su tierra natal. Y los persas, que también fueran tres, provenientes de la región de Bactriana. Conocedores profundos de los Planes Cósmicos de acuerdo con los cuales se norma la marcha de todos los mundos y de todas las humanidades que los pueblan.

En esos Planes Cósmicos, bebieron sus conocimientos los hombres que trazaran en la Pirámide de Keops las famosas profecías a que nos hemos referido como un oráculo perfecto de nuestra actual civilización, y en ese oráculo, como entre las profecías de la Biblia, también estaba señalada la venida a este mundo del Mesías prometido, del Ser divino que bajaría a la Tierra para marcar nuevos rumbos a esta humanidad.

Los grandes iniciados de esas escuelas de misterios sabían QUIEN debía bajar en cumplimiento de tan magna misión cósmica, y conocían, por tanto, que Aquel Gran Ser podía llamarse “REY” pues era y es EL REY DE NUESTRO SISTEMA SOLAR...

En cuanto a la relación que hubo entre esos “Magos”, el nacimiento de Cristo y la intervención de los seres extraterrestres en todo el episodio, llegamos a la parte más trascendental del gran misterio cósmico realizado en esos tiempos. Debemos aclarar, en primer término, que el nombre de “magos” que se les adjudicara a priori, y que se conservó en la Biblia, fue debido a la profunda sabiduría y maravillosos poderes demostrados ante Herodes, que concitaron su temor y respeto así como la admiración supersticiosa de cuantos tuvieron contacto con ellos en su visita a Jerusalén.

Pero no eran alardes frívolos como los de la magia barata de otros encantadores o prestidigitadores comunes de esa época. Eran en verdad poderes elevados, alcanzados en una larga evolución al servicio de la DIVINIDAD por dos de los espíritus que integraban ese grupo: el gran maestro persa y el gran iniciado egipcio, cada uno de ellos acompañado por dos íntimos discípulos.

Y ahora tendrá el lector que repasar cuanto explicamos acerca de la Cuarta Dimensión y de la Reencarnación, pues tenemos que declarar que esos dos imponentes personajes que infundieran temor al Rey Herodes eran, nada menos, que el Espíritu de Moisés, reencarnado como sacerdote persa de Zoroastro, y el espíritu de Sakia-Muni, o Señor Buda, encarnado entonces como Gran Hermano de la Esfinge del Egipto.

La oculta identidad de tan altos personajes ha sido relevada por los superhombres de Ganímedes para explicar la formidable misión cósmica que por designios divinos del Reino de la Luz Dorada, empezaba a desarrollarse en aquellos días, en directa concordancia con el descenso a la Tierra del Supremo Señor del Reino de nuestro sistema solar, que venía a fundar la Nueva Religión llamada a reemplazar a todas las formas religiosas y doctrinas anteriores, preparando el advenimiento de la Nueva Era en este mundo...

No importa que los hombres hayan creado barreras divisorias, interpretaciones antojadizas de la Divinidad, religiones que en vez de unir han separado, por la ignorancia y la ambición de poder de quienes, siempre, en la Tierra, trataron de impresionar las mentes populares titulándose “profetas o ministros de Dios”. No importa que las castas sacerdotales de todos los tiempos, hasta el presente, hayan explotado más o menos a las masas, imponiéndoles obligaciones, unas veces útiles, pero muchas otras necias; tratando de explicar, a su manera, secretos de la Naturaleza y del Cosmos que, en la mayor parte de los casos, desconocían ellos mismos.

El fenómeno se ha repetido siempre, desde los más remotos tiempos, porque el “SENDERO HACIA Dios” ha sido y es una necesidad inherente al Espíritu Humano, presento en todos con mayor o menor intensidad, pero eterno como el propio Espíritu. Y, ante la multitud ignorante, ansiosa de Luz y de Verdad, siempre se formaron grupos de Maestros o de Guías dispuestos a enseñar y conducir...

El origen de todos ellos siempre fue parecido: En los Planes que norman la marcha de la Humanidad hacia el progreso, nunca faltaron Apóstoles de la Verdad que iniciaran una labor efectiva de ayuda y asistencia, de instrucción y educación positivas. Ello se deriva, precisamente, de aquellos Planes Cósmicos ya mencionados.

Pero con el correr del tiempo, al ir desapareciendo los pioneros, los fundadores, los verdaderos guías, amorosos y desinteresados como auténticos “Soldados del Reino”, fue degenerando, en la mayor parte de los casos, el grupo colegiado, la institución o iglesia por ellos creada; y al faltar la sabiduría y el amor de los genuinos apóstoles, la ambición o egoísmo de los seguidores llegó, muchas veces, a las más absurdas pretensiones, a las aberraciones más bajas y los más censurables medios para mantener la autoridad y el poder sobre las masas, que fueron cimentados, al principio, sobre fundamentos nobles, amorosos y elevados...

Hemos dicho que no importa, mayormente, este fenómeno, porque es fruto de la misma debilidad humana, debilidad que debe fortalecerse y transformarse, en la marcha progresiva hacia la perfección de todos y de TODO... Y para ello han existido, siempre, aquellos secretos “Soldados del Reino” como los misteriosos miembros de las Escuelas Iniciáticas auténticas, —no las que so atribuyen este nombre sin merecerlo— que en todas las épocas y en todos los pueblos han trabajado al amparo del hermetismo do que se rodearon, para poder proteger el mejor cumplimiento de sus misiones, que muchas veces, o en la generalidad de los casos, habrían sido incomprendidas y a no dudarlo obstaculizadas por los hombres de su época.

Sólo en oportunidades en que la misión obliga al Iniciado a manifestarse públicamente, en alguna forma, es que lo hacen. Pero, aún así, es común que guarden el secreto de la verdadera identidad esotérica, de su íntima condición sustancial y de su vinculación con determinada “orden” o “hermandad”, ateniéndose a lo estrictamente necesario para el conocimiento del vulgo ignaro, y reservando a quienes fuera menester los detalles confidenciales de su personalidad y de su labor.

Este es el caso de aquellos “Magos”, a los cuales, con el correr de los siglos, se les ha llegado a considerar “Reyes”. La Biblia no los llama así. Únicamente se refiere a ellos diciendo: “Unos Magos vinieron del Oriente a Jerusalén”... viajaban sin séquito, con la sencillez propia de los grandes maestros esotéricos, y llevando consigo tan sólo el equipaje requerido por su especial misión. No los acompañaba el fastuoso cortejo acostumbrado por todos los reyes orientales. Y su seguridad personal y la de los valiosos presentes que conducían estaban protegidos, en verdad, por su gran sabiduría y la amorosa vigilancia que, desde el espacio, ejercía sobre ellos la máquina extraterrestre que los cuidaba.

Por otra parte, mal hubieran hecho al pretender que los tomaran por reyes, y tampoco necesitaban aparecer al mundo como tales. Por lo general, la realeza de la Tierra ha sido, muchas veces, acompañada por las bajas pasiones, por los niveles más pecaminosos que nos muestra la escala evolutiva de los seres humanos... Y los grandes espíritus iniciados han preferido, casi siempre, disimular su luminosa personalidad bajo apariencias sencillas. ¡Qué mejor ejemplo que el de Cristo, Rey de nuestro Sistema Solar, bajando a la Tierra en el más pobre y humilde de los ambientes populares !...

Y ahora veamos cuál fue la verdadera misión, oculta, de aquellos grandes hombres. Cumplido el homenaje a su Rey y Señor recién encarnado en la Tierra, salieron de Judea tal como lo narra la Biblia. Pero no se alejaron mucho. Solamente la distancia necesaria para no ser vistos por los pobladores de las zonas circundantes.

Acamparon en un oasis del desierto, lejos de toda mirada impertinente, y allí aguardaron el descenso de la astronave del Reino de Munt. Cuando esto se produjo, uno de los discípulos egipcios del Gran Hermano de la Esfinge, fue conducido en el Ovni hasta las puertas del monasterio de los Hermanos Esenios en las cercanías del Mar Muerto. Ya estos sabían, en secreto, su misión y la del mensajero del espacio, que permaneció con ellos preparando todo lo que, al correr de los años, tendrían que hacer en tomo a la Gran Misión de Jesús de Nazareth.

La máquina retornó al oasis, y transportó a Persia, a su lugar de origen, a otro de los discípulos Iniciados de Zoroastro, quien debía continuar trabajando por el restablecimiento de la dulce y elevada religión del Zend-Avesta, reemplazada allá, desde muchos años, por las prácticas idólatras y supercherías del Magismo, religión de los Medas, que tres siglos después, al establecerse la dinastía de los Sassánidas, volvió a dominar en Persia por un secular período.

Sabemos la facilidad con que se trasladan a cualquier distancia aquellas poderosas astronaves. Ambos viajes fueron breves, y a su retorno al oasis, los otros cuatro personajes subieron a ella. El gran sacerdote persa en quien moraba entonces, el espíritu de Moisés, fue conducido, junto con su otro discípulo, a un lugar cercano a Roma, la orgullosa capital del nuevo imperio que, en esos días, comenzaba a organizar el todopoderoso Octavio, llamado, desde entonces Augusto.

Y el gran iniciado egipcio que encarnaba el espíritu de Sakia-Muni, acompañado también por su discípulo, fueron llevados hasta un lugar conveniente de lo que hoy es España, en donde progresaban las vastas colonias establecidas por los romanos en esa floreciente provincia de su imperio.

Comenzaba la Nueva Era que, más tarde, sería conocida en todo el mundo como la Era Cristiana... Pero, también, se iniciaba el último período en el gran ciclo evolutivo de 28.791 años al que nos hemos referido anteriormente, ciclo al que mencionamos con el nombre de Gran Revolución Cósmica, cuyo último año corresponde al 2001 de nuestra era de Cristo, año en que cierra la Gran Pirámide de Egipto el largo oráculo de seis mil años que se refieren a nuestra actual humanidad...

La misión de esos cuatro grandes seres, repartidos en puntos estratégicos de la naciente Europa habría de coincidir, en el secreto de los Planes Cósmicos, con los Supremos designios de los sublimes Señores de la Faz Resplandeciente, para el futuro de todo el planeta...

Pero esto lo vamos a tratar en los próximos capítulos.