Yo visité Ganímedes -Capítulo XV-


La religión del Reino de Munt


Resulta interesante comprobar que la religión de los superhombres que habitan Ganímedes es, en esencia, la misma doctrina de Amor y Confraternidad que predicara hace dos mil años el Sublime Maestro Jesús el Cristo en las riberas del Jordán. Todas las enseñanzas fundamentales del primitivo Cristianismo y muchas de las prácticas esotéricas acostumbradas en el período inicial de la vida de los primeros cristianos, se encuentran en la base fundamental de la estructura religiosa de aquel Reino de Munt.

Y para mayor abundamiento, cabe anotar la asombrosa coincidencia de la forma cómo en Ganímedes se denomina a la figura central o personaje divino en torno al cual gira todo el culto.

Lo llaman con el más profundo respeto y veneración:

“El Sublime Maestro, Dios del Amor y del Perdón, Camino de la Luz, de la Verdad y de la Vida”.

En esto encontramos también otra sorprendente coincidencia con las prácticas y lecciones ocultas de una de las más antiguas órdenes iniciáticas de nuestro mundo: la secretísima de “Los Caballeros de la Mesa Redonda” ya mencionada en otros capítulos de este libro. Entre los herméticos Hermanos Caballeros de esa tan antigua institución esotérica, se llama a Cristo, en nuestro mundo, “El Sublime Maestro, Dios del Amor y del Perdón, Camino de la Luz, de la Verdad y de la Vida”...

La misma fórmula, exactamente idéntica, el mismo concepto y las mismas enseñanzas fundamentales. A través de milenios de separación en el tiempo, y de más de setecientos sesenta millones de kilómetros de distancia en el espacio, ¿qué relación existe o ha existido entre ambos...? No estamos capacitados para resolver este misterio. Pero vamos a ver, a medida que avancemos, otras muchas coincidencias y semejanzas estrechísimas entre la religión de ese mundo y varias doctrinas del nuestro.

Pero si comprobamos abundantes concordancias, vemos, también, profundas y múltiples diferencias en la práctica religiosa, con respecto a la Tierra. En primer lugar, allá sólo hay una religión, como un sólo gobierno. Esa proliferación de credos, que es una de las tantas causas de división entre nuestra humanidad, no existe allá. Su religión es la misma para todos, con una misma doctrina, una filosofía uniforme y una práctica igual en todos los confines del reino y para todos y cada uno de sus habitantes.

El dogmatismo, tan común entre nosotros, ha sido superado por la explicación científica en la enseñanza religiosa, y por la comprobación metafísica en los diferentes planos cósmicos, tanto para la práctica general de los preceptos cuanto en la liturgia de los oficios de la profesión sacerdotal. En los capítulos anteriores manifestamos que el Soberano reinante, allá es al mismo tiempo el Sumo Sacerdote.

Pero el sacerdocio, en Ganímedes, no pretende apoderarse de la conciencia popular ni de dominar la voluntad y la mente de sus feligreses. En todos los niveles eclesiásticos, reducidos en verdad, pues sólo hay cuatro categorías entre el sacerdote común y el Supremo Pontífice, la diaria labor está enfocada, principalmente a la instrucción de las grandes verdades cósmicas, sólido sustento de toda la doctrina, y a las prácticas del culto que no tienen nada de teatral o espectacular y sí, mucho de comprobación objetiva de las enseñanzas previas o teóricas.

Las ceremonias rituales son verdaderas pruebas demostrativas de la existencia y de la interconexión de los diferentes planos cósmicos, o de la Naturaleza, de las fuerzas y energías que en ellos actúan y de la estrecha relación entre las diversas entidades superiores e inferiores que los pueblan. Cada ceremonia, cada rito, pone en evidencia a alguna o a varias de esas fuerzas y entidades, porque el sexto sentido presente en todos, permite verlas, oírlas, unirse a ellas, si conviene, para realizar conjuntamente los maravillosos servicios que en tales oportunidades tienen lugar en beneficio general de todos.

Cuando hablamos del matrimonio en el capítulo precedente, prometimos dar mayores datos sobre la ceremonia. Vamos a hacerlo, como un ejemplo de lo que se viene explicando. Se dijo que para todos, sin distinción, era igual, en sobriedad, ausencia de lujos y oropeles vanidosos y en la maravillosa experiencia de manifestación efectiva de las grandes fuerzas cósmicas que en ese acto intervienen.

Los novios avanzan solos hasta el centro del templo, que invariablemente es de forma circular y en cuyo centro está ubicado el altar, una simple mesa, redonda y de metal dorado y refulgente, ante la cual los espera el sacerdote. Todos los demás asistentes, padres, parientes y amigos, se reparten en torno de ellos, pero a discreta distancia, llenando el amplio espacio y formando así un compacto círculo humano en cuyo centro permanece el triángulo integrado por los contrayentes y el sacerdote que rodean el ara.

Todo ello tiene un significado cósmico profundo: el recinto simboliza al universo; los concurrentes, ubicados en círculos en torno al altar, recuerdan los mundos y habitantes de nuestro sistema planetario; girando en sus órbitas al rededor del Sol representado por el Ara; y los tres personajes centrales de la ceremonia a realizarse vienen a ser el símbolo de la Vida en aquel astro. No hay ninguna imagen, ningún objeto ni utensilio material sobre el altar.

El sacerdote viste una larga túnica dorada, sin emblema de ninguna clase, y los novios son revestidos, en aquel momento por sus respectivos padres, con un sutil y vaporoso manto blanco. Ello simboliza la educación que los padres les dieron para elevar sus almas a los altos niveles de la pureza moral, mental y psíquica que todos están viendo, con el sexto sentido, en los brillantes resplandores de sus respectivas auras. Cumplido este primer rito y ocupando todos sus puestos correspondientes, comienza la ceremonia sacramental.

El sacerdote eleva sus manos al cielo imitado por todos los asistentes, incluso los novios. Una plegaria muda toma forma en el pensamiento, visible, de todos, siguiendo a la que dirige el oficiante; poco a poco se va notando un suave rumor que parte de todos los labios, como las notas muy tenues de una salmodia. La plegaria telepática, uniforme y concentrada, se une en la cuarta dimensión a las ondas sonoras que se está modulando en aquella letanía o melopea sorda. A medida que la intensidad aumenta, sin llegar nunca a disonancias o estridencia, el recinto se va iluminando con una extraña luz dorada que aumenta en intensidad segundo a segundo.

Junto con aquel brillante resplandor se aprecia una música melodiosa y de singular armonía que envuelve a todos en un ambiente balsámico; en la parte central, exactamente sobre el ara, comienza a notarse como un torbellino de luz, de ráfagas fulgurantes que giran vertiginosamente al principio y que, amenguando poco a poco su velocidad se van condensando y tomando forma humana... Aquella figura resplandeciente ya es perfectamente visible. Es un ser de indescriptible belleza que se mantiene en el aire sobre el altar. De sus ojos y de toda su persona brotan rayos de potente luz dorada, blanca ligeramente celeste, en combinaciones imposibles de explicar en nuestro lenguaje.

El sacerdote oficiante baja los brazos y dirige sus manos hacia los novios. Estos, igualmente, bajan los brazos y se toman las manos. En ese momento aquel Ser maravilloso materializado sobre el Ara dirige su mirada a los contrayentes. Todo el templo se llena de armonías imposibles de explicar en nuestro mundo. Son melodías celestiales que van acompañadas por una suave fragancia que invade todos los ámbitos del templo y que exaltan los sentidos de todos los presentes.

En torno al Ser resplandeciente que se dispone a bendecir a los novios, giran entonces una serie de entidades, también luminosas pero sin alcanzar la magnitud de los destellos que brotan de la figura central. Todo es un conjunto glorioso, divina emanación de los Planos Superiores de la Vida, mensajero celestial del Reino de la Luz Dorada que, mi adelante veremos, en verdad, es el Reino de Cristo...

Aquel bellísimo y esplendoroso Ser, dirige sus manos, lo mismo que el sacerdote, en dirección a las de los contrayentes unidas en amoroso lazo. De las divinas manos de la aparición brotan haces de luz, como rayos que envuelven a los novios, y algo así como un coro de mil lejanas voces es percibido claramente por todos los asistentes. La visión se va esfumando, cesan las voces y armonías, se extinguen los destellos luminosos y todo vuelve a la anterior normalidad.

Los dos nuevos esposos acaban de formar un nuevo hogar consagrado, no por los hombres mortales como en la Tierra, sino, directamente, por las altísimas entidades de aquel Reino de la Luz, del Amor y de la Vida al que tantas veces mencionara Cristo cuando, hace dos mil años, nos decía: “Mi Reino no es de este Mundo... Seguidme, porque Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida...”

Nos damos cuenta que a la mayoría de los lectores todo esto les parecerá fantástico. No podemos evitar que piensen así quienes ignoren las grandes verdades del Cosmos. Es el mismo caso que, en otras partes de este libro, comparamos con lo que habrían pensado hace cien o doscientos años si les hubieran descrito en ese entonces nuestra actual televisión, radar, computadoras electrónicas o los viajes a la Luna en máquinas comunicadas y controladas por control remoto... Quien ignora algo no está en condiciones de opinar sobre ello.

Pero todo aquel que posea ya una cultura metafísica y que haya logrado algún adelanto en las ciencias esotéricas, comprenderá que nos estamos refiriendo a fenómenos positivos, a hechos reales y comunes en los planos superiores del Cosmos.

Muchos, también, se preguntarán qué significa todo eso de “La Luz Dorada”, “Reino Solar de Cristo”, “Mensajeros del Reino de la Luz Dorada”, etc. Vamos a explicarlo. Ya hemos dicho en diferentes pasajes de esta obra cómo es conocido, ampliamente, nuestro sistema solar por los superhombres de esa raza. Y también explicamos lo referente a la Cuarta Dimensión y al Sexto Sentido. Con tal bagaje de conocimientos no es de extrañar que alcancen, en su ciencia y en su religión, a conocer que la estrella primaria de nuestro sistema planetario, el Sol, sea realmente la morada, el mundo en que se asienta la Vida en un “Reino de la Naturaleza” enteramente superior a todo lo imaginable en la Tierra. Esto, a primera vista, puede causar risa al ignorante, al escéptico y al materialista.

Pero muchos científicos de nuestra época actual ya vislumbran que la Vida puede manifestarse en miles de formas, no sólo en las que nosotros comprendamos.

Para la Vida, que emana de los más altos niveles del Cosmos, que es completamente inmaterial, con absoluta independencia del medio en que le toque manifestarse y que el espíritu, participante de esa Vida y perpetuamente inmortal, puede, así mismo, actuar libremente en cualquier plano de la Naturaleza y asentarse en cualquier mundo, sin que las condiciones ambientales de ese mundo lo afecten en lo menor por su misma inmaterialidad; un mundo como el Sol en que la vida material, física, es inconcebible, puede, sin embargo, ser la morada, el reino especial de un tipo de seres, vale decir espíritus, que en él concentren la fuerza inconmensurable de su Inteligencia y Poder para los Supremos Fines de la Sabiduría Infinita del Creador...

Y ésta es la verdad. El Sol no es solamente el centro astronómico de nuestro sistema planetario, cuya fuerza de gravedad mantiene en sus órbitas a tantos otros cuerpos celestes. No es únicamente la fuente central de energías y fuerzas que irradia a todos ellos, como ya lo saben nuestra Física, nuestra Química y todas nuestras ciencias naturales y astronómicas...

Es también el Centro, la Matriz, en una palabra EL REINO, en donde se concentran, como en una gigantesca central distribuidora, todas las Fuerzas, todas las Inteligencias, todos los Poderes de la Naturaleza y el Cosmos relacionados con todos los mundos y todos los seres que integran la gran familia de Su sistema planetario. Y esa central gigantesca, ese reino sideral no es otro que el Reino Cósmico, el Trono Supremo desde el cual gobierna todo un sistema solar Aquel Sublime y Gran Espíritu a Quien en la Tierra denominamos El Cristo...

Esto lo saben, con pruebas como todo, en Ganímedes. Y le dan los nombres más arriba mencionados. En cuanto a este punto, debemos manifestar que en la Tierra también lo conocen muchos. En los grandes lamasterios del Tibet y en algunos de la India y del Nepal se llama al Sol “El País de la Luz Dorada” y los Grandes Lamas han poseído siempre el secreto de este nombre. Entre los Caballeros de la Mesa Redonda todo esto es conocido ampliamente, y lo mismo que en Ganímedes, denominan al Sol “El Reino de la Luz Dorada”.

Y en la más remota antigüedad ¿por qué adoraban al Sol las más cultas y avanzadas civilizaciones de ese entonces?.., Egipto, Persia, Tiahuanacu, Mayas, Aztecas e Incas centralizaron en el Sol el supremo culto de sus religiones y, bajo diferentes nombres por los léxicos distintos, pusieron al Sol a la cabeza de sus complicadas teogonías.

En esos lejanos tiempos no se explicaba al pueblo las grandes verdades cósmicas ocultas en la simbología. Eran secretos conocidos por unos pocos sacerdotes, incluso no todos, sino los verdaderos iniciados en las ciencias herméticas, como aquellos “Hermanos de la Esfinge” ya mencionados al principio de esta obra. Los historiadores comunes creyeron ver en ello —en el culto al Sol— el reconocimiento, solamente, de las fuerzas y energías físicas, luz, calor, etc., que dan vida químico-física a los mundos dependientes del astro-rey.

Así lo explicaron a la posterioridad. Pero quienes han estudiado, en distintas épocas, la metafísica profunda en aquellas escuelas esotéricas tantas veces mencionadas, saben que existen muchas pruebas del otro aspecto, coincidentes en todo con lo que en Ganímedes constituye una verdad comprobada y un fundamento esencial de su religión.

A este respecto podemos decir que en el Tibet, antes de que la China comunista lo invadiera convirtiéndolo en provincia suya, los Dalai-Lamas y los más altos Lamas conocían y guardaban en el más cuidadoso secreto un voluminoso papiro egipcio de los tiempos de la segunda dinastía —vale decir más de cinco mil años— que la tradición hacía llegar hasta su lejano país conducido por dos “Hermanos de la Esfinge” en la época en que se estaba derrumbando el reino de los Faraones por la decadencia de los Ptolomeos.

Es conocido en todas las escuelas ocultas de los misterios antiguos el éxodo de los últimos “Hermanos de la Esfinge” antes de que llegaran los romanos a conquistar las tierras del Nilo. Se sabe cómo se repartieron por el mundo, estableciendo nuevas escuelas de su ciencia en diferentes lugares de la Tierra. Los rosacruces de la Europa medioeval fueron una de ellas.

Y en el voluminoso rollo de papiros confiado a la custodia y perpetua instrucción de los más sabios Lamas del Tibet, entre muchas enseñanzas relacionadas con el Cosmos, estaba la que se refiere al Sol como sede central de un “reino de Grandes Espíritus, Dioses de los mundos que lo envuelven, que gobiernan los cielos y la Tierra, a los hombres, animales y plantas, y a todas las cosas que dependen del dominio y voluntad supremas de Amon Ra”...

Esta alusión no puede ser más clara. Interpretando las amplias lecciones del papiro, a la luz de los conocimientos emanados del sexto sentido y de la Cuarta Dimensión, “Amon Ra”, el padre de la teogonía del antiguo Egipto, no es sólo el disco solar, el astro físico central de nuestro sistema planetario, sino el Gran Espíritu que lo rige como Rey y Señor de iodo el sistema.

Y ese Gran Ser, reconocido y reverenciado por los “Hermanos de la Esfinge”, por los Magos de Zoroastro en la antigua Persia, por los sacerdotes iniciados de los Mayas, Aztecas e Incas, es el mismo a quien los hombres del Reino de Munt consideran “El Sublime Maestro, Dios del Amor y del Perdón, Camino de la Luz, de la Verdad y déla Vida”...

Si todas estas cosas hubieran sido conocidas por los sacerdotes de las diversas regiones de la Tierra, en diferentes lugares y épocas ¡cuántos errores y crímenes se hubiera evitado!... Pero nuestra humanidad estaba, todavía, en la infancia de la Evolución. No puede extrañarnos que así sea si comparamos a los pueblos con los individuos que los forman.

Que distancia tan grande, en facultades, experiencia, sabiduría y poder hay entre un niño tierno y un adulto instruido. Y esa distancia se multiplica hasta lo infinito si tomamos como elementos de comparación a dos seres pertenecientes a tipos o niveles de evolución muy separados. Por ejemplo al miembro de una raza de pigmeos de la Australia y a uno de nuestros hombres de ciencia actuales. Y esa progresión, como ya se ha dicho, alcanza al Infinito. £s el resultado ineludible de las leyes cósmicas gobernantes de la Evolución Universal. Ya esto lo tratamos al ocuparnos de la Cuarta Dimensión y al explicar la Ley de la Reencarnación.

Ya que llegamos a este punto, hemos de anotar, también, que el conocimiento profundo y comprobado por la experiencia en la Cuarta Dimensión, de la “Ley Cósmica de la Evolución Progresiva Universal” y de la Reencarnación, constituyen verdaderos pilares fundamentales de la Religión en Ganímedes. Por todo lo explicado en la segunda parte de este libro, nos abstenemos de repetir información que sería redundancia. Pero tenemos que mencionar ciertas coincidencias notables entre los conceptos y fundamentos religiosos de esa raza y nuestra humanidad, procurando esclarecer divergencias de opinión y los graves errores que en la Tierra ha motivado su ignorancia.

No vamos a detenernos, mayormente, en las religiones antiguas y modernas que participan de aquel conocimiento, como las de la India y el Tibet. Ni de repetir el vasto dominio que del tema existe en todas las escuelas esotéricas. Queremos referirnos, muy particularmente, al gran bloque cristiano, sin diferencias de iglesia, por ser el Cristianismo la última y más elevada concepción religiosa a que ha llegado el proceso evolutivo correspondiente en la etapa actual de nuestra civilización.

Hemos venido explicando que la religión en Ganímedes participa de todos los elementos esenciales contenidos en las sublimes enseñanzas de Cristo, y que la diferencia que pueda haber entre la denominación y concepto absoluto del personaje se deben, únicamente, a diferencias de léxico, muy pequeñas y relativas, pero en mayor grado a la distancia enorme del desarrollo evolutivo de ambas humanidades. Todas las lecciones substanciales de la doctrina crística están presentes, de manera inconfundible, en la doctrina básica de la religión de Munt.

Y no sólo están presentes como cuerpo de doctrina y como guía filosófica. Son verdaderas fuerzas vivas que tienen su manifestación objetiva en el desarrollo moral, psíquico y mental de todos los seres que habitan ese mundo. ¿De qué manera han podido grabarse con tal intensidad, con tan poderoso influjo en la mente y en el alma de toda esa humanidad?... Primero, por los métodos de enseñanza de padres, maestros y sacerdotes, que jamás pretendieron obligar a creer determinada verdad como un dogma impuesto y no explicado. Y en segundo lugar, por aquel sexto sentido que permitió a todos, maestros y discípulos, comprobar la realidad de la enseñanza en todos los niveles de la Vida, desde el mundo físico hasta dominios superiores a la cuarta dimensión.

Y así se ha comprobado, desde los tiempos remotos del Planeta Amarillo de origen, el proceso evolutivo y su inmediato instrumento, la reencarnación. Esta gran verdad, sin la cual no tiene lógica ni explicación la variedad de estados, formas y niveles de vida desde lo más ínfimo hasta lo supremo, en todo el Universo, también fue enseñada en la Tierra por Cristo...!

Tomemos la Biblia. En el Evangelio de San Mateo, capítulo 11, versículos 13 al 15, el Señor hablando con sus discípulos sobre la misión de Juan El Bautista, dice:

“Porque todos los profetas y la ley hasta Juan profetizaron. Y si queréis recibir, él es aquel Elias que había de venir. El que tiene oídos para oír, oiga”...

Más adelante, en el mismo evangelio, cap. 17, versículos del 10 al 13, repite:

“Entonces sus discípulos le preguntaron, diciendo ¿Por qué dicen pues los escribas que es menester que Elias venga primero? — Y respondiendo Jesús, les dijo: A la verdad, Elias vendrá primero, y restituirá todas las cosas. Más os digo que ya vino Elias y no le conocieron; antes hicieron en él todo lo que quisieron; así también el Hijo del Hombre padecerá de ellos. — Los discípulos entonces entendieron, que les habló de Juan el Bautista”...

En el Evangelio de San Marcos, cap. 9, versículos 10 al 13, hablando sobre la resurrección de los muertos, se lee:

“Y retuvieron la palabra en sí, altercando, qué sería aquello: Resucitar de los muertos”. — “Y le preguntaron, diciendo: ¿Qué es lo que los escribas dicen, que es necesario que Elias venga antes?” — “Y respondiendo El les dijo: Elias a la verdad, viniendo antes, restituirá todas las cosas: y como está escrito del Hijo del Hombre, que padezca mucho y sea tenido en nada”. “Empero os digo que Elias ya vino, y le hicieron todo lo que quisieron, como está escrito de él”...

En el Evangelio de San Juan, capítulo 3, versículos 1 al 7 leemos una de las más claras referencias. Dice así:

“Y había un hombre de los Fariseos que se llamaba Nicodemo, príncipe de los judíos. Este vino a Jesús de noche, y díjole: Rabbi, sabemos que has venido de Dios por maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no fuere Dios con él. Respondió Jesús, y díjole: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere otra vez, no puede ver el Reino de Dios” — “Dícele Nicodemo: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿puede entrar otra vez en el vientre de su madre, y nacer? — “Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles que te dije: Os es necesario nacer otra vez”.

A través de los siglos se ha pretendido interpretar sofísticamente estas concretas palabras del Salvador, empleando los más complicados juegos de la dialéctica teológica.

Pero Cristo refrenda su afirmación a Nicodemo con estas palabras:

“De cierto, de cierto te digo que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios”...

Todos sabemos que para nacer, el cuerpo físico pasa un período de nueve meses en el claustro materno dentro de una bolsa llena de agua que es la placenta. Así pues, confirma la necesidad de volver a nacer en cuerpo físico, o de carne, y con su correspondiente ego, o sea el espíritu. Y vuelve a repetirle: “No te maravilles que te dije: Os es necesario nacer otra vez”.

¿Puede haber declaración más concreta, directa y objetiva sobre la Ley de Reencarnación? A través de la Biblia hay muchos ejemplos. Estos nos bastan.

En los “Registros Akáshicos”, plano cósmico en que está grabado todo cuanto ha sucedido y sucede en un mundo, plano que también es conocido por las escuelas inicia-ticas con el nombre de “Memoria de la Naturaleza” y en el que se encuentran las fuentes de la Profecía, por encerrar en sus regiones superiores todo el pasado, el presente y el futuro, se puede ver cómo se enseñaba todas esas verdades suprafísicas a los primeros cristianos; y en los tiempos de las persecuciones romanas, en el secreto de las catacumbas y de las reuniones clandestinas, toda esa enseñanza fue la clave de la misteriosa fuerza demostrada por los miles de mártires cristianos, que marchaban a la muerte con la entereza, la serenidad y hasta en muchos casos la alegría de quien está seguro que la muerte no es la destrucción final, y que a través de ella lo espera un futuro promisor y bello.

Cabe, ahora, preguntarse: ¿Por qué se olvidó, ocultó y negó posteriormente, la enseñanza de la Reencarnación en el Cristianismo?

En efecto, a partir del primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325 de la nueva era cristiana, y de los posteriores concilios de esa centuria, cuando se inicia la vida pública’ y libre de la Iglesia, al amparo de los decretos del Emperador Constantino y con la ya naciente protección del Estado para la nueva religión, se va olvidando la enseñanza esotérica de aquella gran verdad del Cosmos, hasta perderse por completo en los siglos tenebrosos, de ignorancia y de superstición, de la Edad Media.

No pretendemos investigar el misterio de su desaparición, del conjunto doctrinario que después se ha predicado a todos los cristianos en los siglos posteriores. Pero ahí están, en los evangelios, las palabras categóricas, las afirmaciones positivas de Jesucristo a Nicodemo sobre la necesidad, ineludible, de volver a nacer, de renacer, para poder llegar al Reino de Dios...

Y a medida que aumentaba el poder de la Iglesia, que se acrecentaban sus riquezas materiales y su dominio sobre las conciencias de los pueblos y de sus gobernantes, se difundían más los dogmas creados por los hombres, y se explicaba menos los grandes misterios del Cosmos, las profundas e inmutables leyes fundamentales de la Vida, que en pocos años trasformarán en titanes a los primitivos cristianos, como lo prueban las lisias heroicas de los mártires del primero y segundo siglos.

¿Por qué se apartaron, en muchos aspectos de básica importancia, los gobernantes de la Iglesia del Medioevo, de la esencia y del camino trazado por el Salvador?

Ejemplos de esto hay muchos en la historia. Que lo digan, si no, los ríos de sangre vertidos por los cruzados, en nombre del Dios del Amor, del Perdón, de la Paz y de la Confraternidad humana... ¿Cómo explicar esa abominable institución, sarcásticamente llamada la "Santa Inquisición”?... Y las aberraciones, crímenes y violencia practicadas hasta por Papas y Cardenales, entre el Medioevo y el Renacimiento, y que fueran la causa de los cismas protestantes y de las guerras de religión, que, hasta hoy, enfrentan a unos cristianos contra otros, convirtiéndolos en fieras, como estamos, todavía, contemplando en la convulsionada Irlanda... Y, todo esto ¿en nombre de un Dios de Amor, de Paz y de Humildad...?

No seguiremos adelante. Sólo hemos querido hacer una ligerísima comparación entre nuestro “Cristianismo” y el cristianismo esotérico de los hombres de Ganímedes. Allá no existe el símbolo cristiano del Crucificado, porque en esa civilización no se crucificó jamás al Rey del Reino del Amor, de la Verdad y de la Luz, como lo crucificamos desde los días del Calvario, hasta ahora, en todos los pueblos, en gran parte de las almas y de las instituciones de este mundo...I

Por todo eso es que se reveló al discípulo vidente, en la isla de Patmos, el Apocalipsis, transcrito por San Juan. Y esa profecía tremenda, que ya se está cumpliendo, terminará muy pronto en los próximos treinta años; y en ella, también, está señalada la misión que, por designios del reino de la Luz Dorada, comienzan a cumplir, con sus continuas visitas a la Tierra, las astronaves del Reino de Munt.

Faltan muy pocos años para que toda nuestra humanidad contemple, absorta, la llegada de numerosas escuadras que traerán a los superhombres de esa raza, en el desempeño de la misión apocalíptica a que han sido designados, misión que trataremos de explicar en los próximos capítulos y que tiene la más íntima relación con el Juicio Final prometido por el Salvador.