Los loros miméticos de Genowerks


Localización

Hay Loros Miméticos en todo Urbys, pero se reúnen principalmente en la plaza central de la Manzana de la Ciencia, cuyo nombre oficial nadie recuerda pero que todos mencionan recordando a las aves que lo habitan. Es, simplemente, la Plaza de los Loros Miméticos.

Aunque nunca se ve por allí a ningún cuidador, siempre se halla limpia y prolija. La fuente central, de diseño funcional y severo, tiene en su punto medio una hemiesfera que dispara dos chorros de agua, los que, sin mecanismo o conducto visible, se retuercen en el aire formando una helicoide muy similar a la del ADN; al llegar el líquido a la parte superior se extiende levemente hacia los lados, y cuando se ve el conjunto desde una distancia parece un caduceo de Asclepios cristalino.

En torno a la fuente, árboles frondosos de especies mixtas se ubican en círculos concéntricos. Los ejemplares tienen hojas de una especie conocida pero las ramas de otra, e incluso hay algunos donde se reconocen características de tres o cuatro árboles diferentes. Todos emiten un susurro que acaricia y calma durante el día pero durante la noche invoca oscuros temores en los paseantes, que ya prefieren otras zonas.

En las copas de estos árboles frondosos se hallan con frecuencia ejemplares de loros miméticos, en grupos de tres o más. Se los ha escuchado generando los susurros, pero la teoría es que es por imitación, ya que los loros comunes no susurran.


Historia

Todavía hay quienes cometen del error de suponer que los animales bonitos son inofensivos. En Urbys, nunca se puede dar nada por supuesto. Especialmente si los animales bonitos provienen de Genowerks. Por supuesto, alguna gente no aprendió esa lección que otros asimilaron con dolor.

Las Asambleas de Erradicación que siguieron a la Masacre de Genowerks arrasaron sin piedad con todo animal sospechoso. Los únicos en sobrevivir fueron los loros que ocuparon la plaza central de la Manzana de la Ciencia, ocultándose entre los árboles e imitando de vez en cuando las voces de los paseantes. Pese a haber salido del ominoso edificio, muchos los consideraban sólo pajaritos simpáticos. Como mínimo, podría considerarse esta idea como un grave error.

Tomemos por ejemplo el caso de la señora Evelia Castro de Biancoforte, viuda octogenaria amante de las mascotas y residente histórica de la calle Einstein aún desde antes de que le pusieran ese nombre. Cuentan sus vecinos que luego de criar las más variadas especies de gatos, perros, canarios e iguanas, Evelia decidió volver a cambiar de mascota preferida, para ver si conseguía un tiempo de supervivencia un poco más alto. La mayoría ya habían renunciado a aprender los nombres de los bichos favoritos de la anciana por dos razones: eran un tema de conversación insoportable, y los compañeritos cambiaban cada mes. De modo que su decisión de conseguir un loro para que le hiciera compañía, aunque no presagiaba demasiadas molestias, tampoco pareció alegrar demasiado a nadie. Los que se preocupaban por el posible ruido del loro se consolaban pensando que duraría poco.

El lorito parecía resistente. La incapacidad de Evelia para comprender que los loros no son personas con plumas la hacía alimentar a su nueva mascota con restos de comida picante o medio quemada, resultado de los invariables fracasos de la viuda al intentar cocinar. El bicho medraba con los menjunjes más horrendos y parecía contento. Evelia también. Siempre había querido tener una mascota durable y parecía que su deseo se estaba cumpliendo.

Las previsiones de los vecinos pesimistas también empezaban a cumplirse. Según cuenta su vecina más cercana, doña Carlota Fernández (cronista de precisión indiscutida en lo que se refiere a asuntos del barrio), se despertó un día, muy de madrugada. El televisor de Evelia chillaba a todo volumen en el living. Seguramente habría olvidado apagarlo, aunque era raro que el ruido se hiciera más notable recién a esas horas. Cuando al día siguiente, con toda amabilidad, Carlota habló con Evelia para expresarle su inquietud por los ruidos nocturnos, Evelia aseguró que no había sido el televisor. Explicó con tono preocupado que la fuente del escándalo había sido otra: el loro se había agitado en su jaula repitiendo, palabra por palabra, el diálogo de la telenovela de la tarde. Y costó hacerlo callar. Sacudones fuertes, amenazas susurradas, nada parecía conformar al pájaro. Tras soportar veinte minutos de "Pobre bastarda", incluyendo los cortes comerciales, Evelia atacó a golpes la jaula hasta que el pájaro decidió llamarse a silencio. Aquella fue una noche muy molesta para la anciana señora. "Imagínese, después de semejante zarabanda con el loro no me podía dormir", explicaba.

Unos días más tarde Eulalia Suárez, la habitual compañera de bingo de Evelia, con quien salía cada jueves, contó una historia que a todos sonó disparatada. Mientras acariciaba su cabellera, de un color platinado que era imposible contemplar más de cinco minutos sin tentarse de risa, relató su última visita a Evelia.

"Yo pasé a buscarla para ir al bingo, como hago los jueves, ¿vio?, y la puerta estaba abierta. Entré y ahí estaba el loro. El bicho me miraba, como si me fuera a decir algo. Pero pasaba el tiempo y me seguía mirando, y no hacía ni un ruido. Después de un rato, como si me quisiera espantar, agitó las plumas del cogote. Y en lugar del color verde de siempre, esas plumas tenían el mismo color de mi pelo. El loro me miraba como si se burlara, y cuando ya salíamos, dijo '¡Bingo!' con una voz muy parecida a la mía. No me mire así, no estoy loca. Le estoy contando lo que pasó."


Pero lo peor aún estaba por venir

Afirman los relatos susurrados en el barrio que un día el loro esperó a que Evelia volviera de sus compras y la increpó duramente, reclamando por la penosa calidad de la comida que le servía y lo vulgar de la programación elegida en la televisión. Con su voz engolada de ave imitadora, reclamó más sintonías de los canales con documentales de animales y una comida mejor. Recobrada de su sorpresa, Evelia pretendió aplicar sus prerrogativas de dueña de casa. Increpó al pajarraco con tono indignado, le lanzó una feroz intimación a que ocupara su lugar de mascota y finalmente le espetó que qué se creía él, que ella era la que mandaba en esa casa y que haría lo que quisiera. Y se desató un pandemonio.

No se sabe bien lo que ocurrió después. Sin embargo, el escándalo fue memorable y hubo vecinos alarmados que llamaron a la policía. Un par de patrullas se hicieron presentes pero al abrir, Evelia, muy maquillada y vistiendo un inusual vestido de manga larga en ese anochecer de treinta y ocho grados y noventa por ciento de humedad, atendió a los agentes desestimando la alarma de sus vecinos. Los policías habían visto demasiadas mujeres golpeadas para dejarse engañar. Evelia hizo pasar a su casa a los agentes del orden para tomar un té, haciendo ver que todo estaba bien. Los policías hicieron más que aceptar la invitación: miraron atentamente por si encontraban a algún sospechoso de atacar a la señora. Pero no había nadie, y luego comentaron a sus compañeros que lo único digno de mención era un loro de vivos colores que se hamacaba incansablemente en su jaula y emitía de tanto en tanto un silbido y unos murmullos que por momentos parecían risas.

No hubo más incidentes violentos por un tiempo. Lucrecia, la hija de Evelia, que no la visitaba nunca, apareció de pronto cuando supo del suceso por lo que le contó la policía. Luego de la incómoda conversación inicial, la hija decidió que pronto tendría que internar a su madre en un geriátrico; empezaba a dar muestras de senilidad y tenía una enfermiza obsesión con su loro... un loro que, eso sí, aprendía con mucha facilidad a imitar las conversaciones y miraba a Lucrecia con una fijeza poco natural. De nada valieron las sugerencias de que Evelia se desprendiera del avechucho; parecía ejercer un ascendiente sobre ella que la hija no acertaba a explicarse.

Unas semanas después hubo otro incidente violento, pero breve, en el que también se oyeron gritos y golpes. Suponiendo lo peor, los vecinos llamaron a la policía y a Lucrecia al mismo tiempo. Tardaron en llegar, pero cuando entraron en la casa se encontraron con una Evelia sin rastros de lastimaduras y totalmente serena. Estaba viendo la televisión y se sorprendió mucho al recibir a sus visitantes. Los atendió con una cortesía que Lucrecia no le había visto ni siquiera en sus años más jóvenes. Conversaron plácidamente hasta que los agentes se convencieron de que había sido una falsa alarma y se retiraron. Lucrecia seguía preocupada, pero un rato más de charla consiguió calmarla. Evelia estaba mejor, eso era evidente. Incluso parecía haber tomado cierto interés en los programas de animales de los canales educativos del cable, algo sorprendente pero muy reconfortante. Finalmente Lucrecia decidió irse, convencida de que no tenía ya nada de qué preocuparse. Pensó que en verdad todo estaba muy bien; su alivio era palpable y mientras volvía a su auto se felicitó por haber mejorado su habilidad para convencer a su madre cuando era necesario; le producía una absurda satisfacción haber notado que el loro ya no estaba en la jaula.
Fuente: Axxón.com.ar