Recuperada la discusión Russell-Copleston sobre la existencia de Dios (Continuación)


La experiencia religiosa


COPLESTON: Muy bien. Voy a decir unas palabras sobre la experiencia religiosa, y luego pasaremos a la experiencia moral. Yo no considero la experiencia religiosa como una prueba estricta de la existencia de Dios, por lo que el carácter de la discusión cambia un poco, pero creo que puede decirse que su mejor aplicación es la existencia de Dios. Por experiencia religiosa no entiendo simplemente sentirse a gusto. Entiendo una apasionada, aunque oscura, conciencia de un objeto que irresistiblemente parece al sujeto de la experiencia algo que le trasciende, algo que trasciende todos los objetos normales de experiencia, algo que no puede ser imaginado, ni conceptualizado, pero cuya realidad es indudable, al menos durante la experiencia. Yo afirmaría que no puede explicarse adecuadamente y sin dejarse cosas en el tintero; sólo subjetivamente. La experiencia básica real, de todos modos, se explica fácilmente mediante la hipótesis de que existe realmente alguna causa objetiva de esa experiencia.

RUSSELL: Yo respondería a esa argumentación que todo el argumento que se derive de nuestros estados de conciencia con respecto a algo fuera de nosotros es un asunto muy peligroso. Aun cuando todos admitimos su validez, sólo nos sentimos justificados al hacerlo, me parece a mí, en virtud del consenso de la humanidad. Si hay una multitud en una habitación y en la habitación hay un reloj, todos pueden ver el reloj. El hecho de que todos puedan verlo tiende a hacerles pensar que no se trata de una alucinación: mientras que esas experiencias religiosas tienden a ser muy particulares.

COPLESTON: Sí, así es. Hablo estrictamente de la experiencia mística pura, y ciertamente no incluyo lo que se llaman visiones. Me refiero sencillamente a la experiencia, y admito plenamente que es inefable, del objeto trascendente o de lo que parece ser un objeto trascendente. Recuerdo que Julian Huxley dijo en una conferencia que la experiencia religiosa, o la experiencia mística, es una experiencia tan real como el enamorarse o el apreciar la poesía y el arte. Bien, yo creo que cuando apreciamos la poesía y el arte apreciamos poemas concretos o una obra de arte en concreto. Si nos enamoramos, nos enamoramos de alguien, no de nadie.

RUSSELL: Permítame interrumpirle un momento. Eso no sucede siempre así. Los novelistas japoneses nunca creen que han conseguido su objetivo hasta que gran cantidad de seres reales se han suicidado por amor a la heroína imaginaria.

COPLESTON: Bien, le creo lo que dice que sucede en el Japón. No me he suicidado, gracias a Dios, pero me vi fuertemente influido, al tomar dos importantes decisiones en mi vida, por dos biografías. Sin embargo, debo aclarar que encuentro poca semejanza entre la influencia real de esos libros sobre mí, y la experiencia mística pura, hasta el punto, entiéndase, en que alguien ajeno a ella puede tener una idea de tal experiencia.

RUSSELL: Bien, yo quiero decir que no debemos considerar a Dios al mismo nivel que los personajes de una obra de ficción. ¿Reconocerá que aquí hay una diferencia?

COPLESTON: Desde luego. Pero lo que yo diría es que la mejor explicación parece ser la explicación que no es puramente subjetiva. Claro que una explicación subjetiva es posible en el caso de cierta gente, en la que hay escasa relación entre la experiencia y la vida, como en el caso de los alucinados, etc. Pero cuando se llega al tipo puro, como por ejemplo San Francisco de Asís, cuando se obtiene una experiencia cuyo resultado es un desbordamiento de amor creativo y dinámico, la mejor explicación, a mi entender, es la existencia real de una causa objetiva de la experiencia.

RUSSELL: Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no sabemos que lo haya. Yo sólo puedo tener en cuenta lo que se registra, y encuentro que se registran muchas cosas, pero estoy seguro de que usted no acepta lo que se dice sobre los demonios, etc., aunque todas esas cosas se afirman exactamente con el mismo tono de voz y con la misma convicción. Y el místico, si su visión es verdadera, puede decir que él sabe que existen los demonios. Pero yo no sé que los haya.

COPLESTON: Seguramente en el caso de los demonios ha habido gente que ha hablado principalmente de visiones, apariciones, ángeles o diablos, etcétera. Yo excluiría las apariciones porque pueden ser explicadas con independencia de la existencia del sujeto supuestamente visto.

RUSSELL: Pero ¿no cree que hay suficientes casos registrados de personas que creen que han oído cómo Satán les hablaba dentro de su corazón, del mismo modo que los místicos afirman a Dios? Y ahora no hablo de una visión exterior, hablo de una experiencia puramente mental. Ésa parece ser una experiencia de la misma clase que la experiencia de Dios de los místicos, y no veo por qué, por lo que nos dicen los místicos, no se puede sostener el mismo argumento en favor de Satán.

COPLESTON: Estoy completamente de acuerdo en que hay gente que ha imaginado o pensado que ha visto u oído a Satán. Y de pasada, yo no tengo el menor deseo de negar la existencia de Satán. Pero no creo que la gente haya afirmado haber experimentado a Satán, del modo preciso en que los místicos afirman haber experimentado a Dios. Tomemos el caso de Plotino, que no era cristiano. Éste admite la experiencia de algo inexpresable, el objeto es un objeto de amor, y por lo tanto no un objeto que causa horror y disgusto. Y el efecto de esa experiencia está, diría, refrendado o, mejor dicho, la validez de la experiencia está refrendada por las crónicas de la vida de Plotino. De todas maneras, es más razonable suponer que tuvo esa experiencia, si hemos de aceptar el relato de Porfirio sobre la bondad y benevolencia de Plotino.

RUSSELL: El hecho de que una creencia tenga un buen efecto moral sobre un hombre no constituye ninguna evidencia en favor de su verdad.

COPLESTON: No, pero si pudiera probarse de verdad que la creencia era realmente la causa de un buen efecto en la vida de ese hombre, la consideraría una presunción en favor de alguna verdad; en todo caso, de la parte positiva de la creencia, no de su entera validez. Pero, sea como sea, utilizo el carácter de su vida como prueba en favor de la veracidad y la cordura del místico más que como prueba de la verdad de sus creencias.

RUSSELL: Pero incluso eso no lo considero como prueba. Yo he tenido experiencias que han alterado mi carácter profundamente. Y de todas maneras, en aquel momento pensé que fue alterado para bien. Aquellas experiencias eran importantes, pero no suponían la existencia de algo fuera de mí, y no creo que, si yo hubiere pensado que la suponían, el hecho de que tuvieran un efecto saludable constituiría una prueba de que yo tenía razón.

COPLESTON: No, pero creo que el buen efecto atestiguaría su veracidad en la descripción de la experiencia. Por favor, recuerde que no estoy diciendo que la mediación de un místico o la interpretación de su experiencia deban ser inmunes a la crítica o discusión.

RUSSELL: Evidentemente, el carácter de un joven puede verse, y con frecuencia se ve, inmensamente afectado para bien por las lecturas sobre un gran hombre de la historia, y puede ocurrir que el gran hombre sea un mito y no exista, pero el muchacho queda tan afectado para bien como si existiera. Ha habido gente así. En las Vidas de Plutarco encontramos el ejemplo de Licurgo, que no existió de verdad, pero se puede uno ver muy influido leyendo cosas sobre Licurgo, teniendo incluso la impresión de que ha existido. Entonces uno habrá recibido la influencia de un objeto que ha amado, pero no habrá objeto existente.

COPLESTON: En eso estoy de acuerdo con usted; un hombre puede sufrir la influencia de un personaje de ficción. Sin profundizar en la cuestión de qué es lo que precisamente le afecta (yo diría que un valor real), creo que la situación de ese hombre y del místico son diferentes. Después de todo, el hombre influido por Licurgo no ha tenido la irresistible impresión de que ha experimentado, en alguna forma, la última realidad.

RUSSELL: No creo que haya captado bien mi criterio sobre estos personajes históricos, estos personajes no históricos de la historia. No supongo lo que usted llama un efecto sobre la persona. Supongo que el joven, al leer sobre esa persona y creerla real, la ama, cosa que ocurre con mucha facilidad, pero, sin embargo, ama a un fantasma.

COPLESTON: En un sentido ama a un fantasma, eso es perfectamente cierto; en el sentido, quiero decir, que ama a X o Y que no existen. Pero, al mismo tiempo, creo que el muchacho no ama al fantasma como tal; percibe el valor real, una idea que reconoce como objetivamente válida, y eso es lo que despierta su amor.

RUSSELL: Sí, en el mismo sentido en que hablábamos antes de los personajes de ficción.

COPLESTON: Sí, en un sentido el hombre ama a un fantasma; perfectamente cierto. Pero, en otro, ama lo que percibe como un valor.


El argumento moral


RUSSELL: Pero ¿ahora no está diciendo, en efecto, que entiende por Dios todo cuanto es bueno, o la suma total de lo que es bueno, el sistema de lo que es bueno, y, por lo tanto, cuando un joven ama algo bueno, ama a Dios? ¿Es eso lo que dice? Porque, si lo es, hay que discutirlo.

COPLESTON: No digo, claro está, que Dios sea la suma total o el sistema de lo bueno en el sentido panteísta; no soy panteísta, pero sí creo que toda bondad refleja a Dios de alguna forma y procede de Él, de modo que el hombre que ama lo que es realmente bueno, ama a Dios, aun cuando no advierta a Dios. Pero convengo en que la validez de esta interpretación de la conducta de un hombre depende del reconocimiento de la existencia de Dios, evidentemente.

RUSSELL: Sí, pero ése es un punto que hay que probar.

COPLESTON: De acuerdo, pero yo considero que lo prueba el argumento metafísico y ahí diferimos.

RUSSELL: Verá, yo entiendo que hay cosas buenas y cosas malas. Yo amo las cosas que son buenas, que yo creo que son buenas, y odio las cosas que creo malas. No digo que las cosas buenas lo son porque participan de la divina bondad.

COPLESTON: Sí, pero ¿cuál es su justificación para distinguir entre lo bueno y lo malo, o cómo se las arregla para distinguir ambas cosas?

RUSSELL: No necesito justificación alguna, como no la necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo. ¿Cuál es mi justificación para distinguir entre el azul y el amarillo? Veo que son diferentes.

COPLESTON: Estoy de acuerdo en que ésa es una excelente justificación. Usted distingue el amarillo del azul porque los ve, pero ¿cómo distingue lo bueno de lo malo?

RUSSELL: Por mis sentimientos.

COPLESTON: Por sus sentimientos. Bien, eso era lo que yo preguntaba. ¿Usted cree que el bien y el mal hacen referencia simplemente al sentimiento?

RUSSELL: Bien, ¿por qué un tipo de objeto parece amarillo y otro azul? Puedo darle una respuesta a eso gracias a los físicos, y en cuanto a que yo considere mala una cosa y otra buena, probablemente la respuesta es de la misma clase, pero no ha sido estudiada del mismo modo y no se la puedo dar.

COPLESTON: Bien, tomemos por ejemplo el comportamiento del comandante de Belsen. A usted le parece malo e indeseable, y a mí también. Para Adolfo Hitler, me figuro que sería algo bueno y deseable. Supongo que usted reconocerá que para Hitler era bueno y para usted malo.

RUSSELL: No, no voy a ir tan lejos. Quiero decir que hay gente que comete errores en eso, como puede cometerlos en otras cosas. Si tiene ictericia verá las cosas amarillas aun cuando no lo sean. En eso comete un error.

COPLESTON: Sí, uno puede cometer errores, pero ¿se puede cometer un error cuando se trata simplemente de una cuestión referida a un sentimiento o a una emoción? Seguramente Hitler sería el único juez posible en lo relativo a sus propias emociones.

RUSSELL: Tiene razón al decir eso, pero puede decir también varias cosas sobre los demás; por ejemplo, que si eso afectaba de tal manera las emociones de Hitler, entonces Hitler afecta de un modo totalmente distinto a mis emociones.

COPLESTON: Concedido. Pero ¿no hay criterio objetivo, aparte del sentimiento, para condenar la conducta del comandante de Belsen, según usted?

RUSSELL: No más que para una persona daltónica que se encuentra exactamente en la misma posición. ¿Por qué condenamos intelectualmente al daltónico? ¿Porque se trata de una minoría?

COPLESTON: Yo diría que es porque le falta algo que normalmente pertenece a la naturaleza humana.

RUSSELL: Sí, pero si se tratara de una mayoría, no diríamos eso.

COPLESTON: Entonces, usted diría que no hay criterio aparte del sentimiento que nos permita distinguir entre la conducta del comandante de Belsen y la conducta, por ejemplo, de Sir Strafford Cripps, o del Arzobispo de Canterbury.

RUSSELL: Lo del sentimiento es demasiado simple. Hay que tener en cuenta los efectos de los actos y los sentimientos hacia ésos efectos. Como verá, puede provocar una discusión, si usted dice que cierta clase de sucesos le agradan y que otros no le agradan. Entonces, tendría que tener en cuenta los efectos de las acciones. Puede decir muy bien que los efectos de las acciones del comandante de Belsen fueron dolorosos y desagradables.

COPLESTON: Indudablemente lo fueron, de acuerdo, para toda la gente del campo.

RUSSELL: Sí, pero no sólo para la gente del campo, sino también para los extraños que los contemplaban.

COPLESTON: Sí, completamente cierto. Pero ése es mi criterio. No apruebo esos actos, y sé que usted no los aprueba, pero no veo razón alguna para no aprobarlos, porque, después de todo, para el comandante de Belsen esos actos era agradables.

RUSSELL: Sí, pero ve que en este caso no necesito más razones que en el caso de la percepción de los colores. Hay personas que piensan que todo es amarillo, hay gentes que sufren de ictericia, y yo no estoy de acuerdo con ellas. No puedo probar que las cosas no son amarillas, no hay prueba de ello, pero la mayoría de la gente está de acuerdo conmigo en que el comandante de Belsen estaba cometiendo errores.

COPLESTON: Bien, ¿acepta alguna obligación moral?

RUSSELL: El responder a eso me obligaría a extenderme mucho. Hablando en términos prácticos, sí. Hablando teóricamente, tendría que definir la obligación moral muy cuidadosamente.

COPLESTON: Bien, ¿cree que la palabra «debo» tiene simplemente una connotación emocional?

RUSSELL: No, no lo creo, porque, como decía hace un momento, uno tiene que tener en cuenta los efectos, y yo opino que la buena conducta es la que probablemente produciría el mayor saldo posible en valor intrínseco de todos los actos posibles de acuerdo con las circunstancias, y hay que tener en cuenta los efectos probables de una acción al considerar lo que es bueno.

COPLESTON: Bien, yo traje a colación la obligación moral porque pienso que uno puede acercarse por ese camino a la cuestión de la existencia de Dios. La gran mayoría de la raza humana hará, y siempre ha hecho, alguna distinción entre el bien y el mal. La gran mayoría, a mi entender, tiene alguna conciencia de una obligación en la esfera moral. Yo opino que la percepción de valores y la conciencia de una ley y una obligación morales tienen su mejor aplicación en la hipótesis de una razón trascendente del valor y de un autor de la ley moral. No entiendo por «autor de la ley moral» un autor arbitrario de la ley moral. Creo, en realidad, que esos ateos modernos que han sostenido, a la inversa, «no hay Dios; por lo tanto, no hay valores absolutos ni ley absoluta» son completamente lógicos.

RUSSELL: No me gusta la palabra «absoluto». No creo que haya nada absoluto. La ley moral, por ejemplo, cambia constantemente. En un período del desarrollo de la raza humana casi todo el mundo pensaba que el canibalismo era un deber.

COPLESTON: Bien, no veo que las diferencias entre juicios morales particulares constituyan ningún argumento concluyente contra la universidad de la ley moral. Supongamos por el momento que hay valores morales absolutos; incluso manejando esta hipótesis sólo se puede esperar que diferentes individuos y diferentes grupos posean diversos grados de percepción de esos valores.

RUSSELL: Me siento inclinado a pensar que «debo», el sentimiento que uno tiene acerca de «debo», es un eco de lo que nos han dicho nuestros padres y nuestras ayas.

COPLESTON: Bien, yo me pregunto si se puede acabar con la idea del «debo» solamente en términos de ayas y de padres. Realmente no sé cómo puede ser transmitida a nadie en otros términos que los propios. Me parece que, si hay un orden moral que pesa sobre la conciencia humana, entonces ese orden moral es ininteligible sin la existencia de Dios.

RUSSELL: Entonces, tiene que elegir una de las dos cosas. O Dios sólo habla a un pequeño porcentaje de la humanidad -que da la casualidad que le comprende a usted-, o deliberadamente dice cosas que no son ciertas, cuando se dirige a la conciencia de los salvajes.

COPLESTON: Bien, yo no estoy sugiriendo que Dios dicte realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del contenido de la ley moral dependen, desde luego, en gran parte de la educación y del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas morales reales de su grupo social. Pero la posibilidad de criticar el código moral aceptado presupone que hay un patrón objetivo, que hay un orden moral ideal, que se impone (quiero decir, cuyo carácter obligatorio puede ser reconocido). Creo que el reconocimiento de este orden moral ideal es parte del reconocimiento de la contingencia. Implica la existencia de un fundamento real de Dios.

RUSSELL: Pero el legislador siempre ha sido, a mi parecer, los padres o alguien semejante. Hay muchos legisladores terrestres, lo que explica por qué las conciencias de la gente son tan extraordinariamente distintas en diferentes tiempos y lugares.

COPLESTON: Eso ayuda a explicar las diferencias de percepción de los valores morales particulares, diferencias que de lo contrario son inexplicables. Ayudará también a explicar los cambios en materia de ley moral, en el contenido de los preceptos aceptados por esta o aquella nación, o este o aquel individuo. Pero su forma, lo que Kant llama el imperativo categórico, el «debo», yo realmente no sé cómo puede ser inculcado a nadie por los padres o las ayas, porque no hay términos posibles, que yo sepa, con que se pueda explicar. No puede definirse con otros términos que los suyos propios, porque una vez que se le ha definido en otros términos que ésos, se ha terminado con él. Ya no es un deber moral. Ya es otra cosa.

RUSSsELL: Bien, yo creo que el sentimiento del deber es la consecuencia de la imaginaria reprobación de alguien; puede ser la imaginaria reprobación de Dios, pero es la reprobación imaginaria de alguien. Y eso es lo que yo entiendo por «deber».

COPLESTON: A mí me parece que todas las cosas externas, las costumbres y tabús, son las que pueden ser explicadas en base al medio y la educación, mas todo eso pertenece, a mi entender, a lo que llamo la materia de la ley, al contenido. La idea de «deber» es tal que no puede ser inculcada a un hombre por un jefe de tribu ni por nadie, porque no hay términos para ello. Me parece perfectamente... (Russell interrumpe).

RUSSELL: Pero no encuentro ninguna razón para decir eso. Todos sabemos algo sobre reflejos condicionados. Sabemos que un animal, si se le castiga habitualmente por un determinado acto, a1 cabo de un tiempo dejará de hacerlo. No creo que el animal deje de hacerlo porque se ha dicho «mi amo se enfadará si hago esto». Tiene la sensación de que no debe hacer aquello. Eso es lo que ocurre con nosotros y nada más.

COPLESTON: No veo ninguna razón que nos haga suponer que un animal tiene conciencia de la obligación moral; y la verdad es que no consideramos a un animal moralmente responsable por sus actos de desobediencia. Pero el hombre tiene conciencia de la obligación y de los valores morales. No creo que se pueda condicionar a los hombres, como se puede «condicionar» a un animal, ni supongo que usted quisiera hacerlo realmente, aun cuando se pudiera. Si el conductismo fuera cierto, no habría distinción moral objetiva entre el emperador Nerón y San Francisco de Asís. No puedo menos que pensar, Lord Russell, que usted considera la conducta del comandante de Belsen como moralmente reprensible, y que usted jamás, bajo la circunstancia que fuese, actuaría de ese modo, aun cuando pensase, o tuviera razones para pensar, que posiblemente el saldo de felicidad de la raza humana podría aumentarse si se tratase a algunas personas de esa manera abominable.

RUSSELL: No. Yo no imitaría la conducta de un perro rabioso. Pero el que no lo hiciera no incumbe a la cuestión que estamos discutiendo.

COPLESTON: No, pero si usted estuviera dando una explicación utilitaria del bien y del mal en términos de consecuencias, podría sostenerse, y yo supongo que algunos de los mejores nazis lo habrán sostenido, que, aunque es lamentable proceder de este modo, sin embargo, a la larga el saldo de felicidad es mayor. No creo que usted afirme eso, ¿verdad? Yo creo que usted dirá que esa acción es mala, en sí, aparte de que aumente o no la felicidad general. Entonces, si está dispuesto a decir esto, creo que debe de tener cierto criterio del bien y del mal, al margen del criterio del sentimiento. Para mí, ese reconocimiento tendría como último resultado el reconocimiento de Dios, como suprema razón de los valores existentes.

RUSSELL: Creo que nos estamos confundiendo. No es el sentimiento directo hacia el acto el que me sirve de juicio, sino más bien el sentimiento hacia sus efectos. Y no puedo reconocer circunstancia alguna en la cual ciertas clases de conducta como las que ha estado poniendo como ejemplo podrían causar un bien. No concibo circunstancias en las cuales pudieran tener un efecto beneficioso. Creo que las personas que lo creen se engañan. Pero si hubiera circunstancias en las que produjesen un efecto beneficioso, entonces podría verme obligado a decir, aunque de mala gana, «No me gustan esas cosas, pero las aceptaré», como acepto el Código Penal, aunque el castigo me molesta profundamente.

COPLESTON: Bien, quizás ha llegado el momento de que yo haga un resumen de mi postura. He discutido dos cosas. Primero, que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente, mediante un argumento metafísico; segundo, que sólo la existencia de Dios da sentido a la experiencia moral y a la experiencia religiosa del hombre. Personalmente, opino que su modo de explicar los juicios morales del hombre lleva inevitablemente a una contradicción entre lo que exige su teoría y sus juicios espontáneos. Además, su teoría da de lado a la obligación moral, y eso no es una explicación. Con respecto al argumento metafísico, aparentemente estamos de acuerdo en que lo que llamamos mundo consiste sencillamente en seres contingentes. Es decir, en seres carentes de razón para su propia existencia. Usted dice que la serie de acontecimientos no necesita explicación: yo digo que, si no hubiera un ser necesario, un ser que tuviera que existir y no pudiera dejar de existir, no existiría nada. El carácter infinito de la serie de seres contingentes, aun probado, no conduciría a nada. Hay algo que existe; por lo tanto tiene que haber algo que explique este hecho, un ser que esté al margen de la serie de seres contingentes. Si usted hubiera admitido esto, podríamos haber discutido si ese ser es personal, bueno, etc. En el punto sobre el que hemos realmente discutido, si hay o no un ser necesario, yo estoy de acuerdo con la gran mayoría de los filósofos clásicos. Usted sostiene, según creo, que los seres existentes existen sencillamente, y que no hay justificación para plantear la cuestión de la explicación de su existencia. Pero yo querría indicar que esta posición no puede fundamentarse mediante el análisis lógico; expresa una filosofía que necesita pruebas. Creo que hemos llegado a un callejón sin salida porque nuestras ideas filosóficas son radicalmente diferentes; me parece que a lo que yo llamo una parte de la filosofía, usted lo llama el total, al menos en lo que tiene de racional la filosofía. Me parece, si me perdona que se lo diga, que además de su sistema lógico, que llama «moderno» por oposición a la lógica anticuada (un adjetivo tendencioso), defiende una filosofía que no puede ser verificada mediante el análisis lógico. Después de todo, el problema de la existencia de Dios es un problema existencial mientras que el análisis lógico no trata directamente los problemas de la existencia. Luego, a mi modo de ver, declarar que los términos que suponen una serie de problemas carecen de sentido, porque no son necesarios para tratar otra serie de problemas, es establecer desde un principio la naturaleza y la extensión de la filosofía, y esto en sí mismo es un acto filosófico que necesita justificación.

RUSSELL: Bien, también yo diré unas cuantas palabras como resumen. Primero, en cuanto al argumento metafísico: no admito las connotaciones del término «contingente» o la posibilidad de explicación en el sentido del padre Copleston. Creo que la palabra «contingente» inevitablemente sugiere la posibilidad de algo que no tendría lo que llamaría usted el carácter accidental de existir simplemente, y no creo que esto sea verdad excepto en el sentido puramente causal. A veces se puede dar una explicación causal de algo diciendo que es el efecto de otra cosa, pero esto es sólo referir una cosa a otra y no hay -a mi entender- explicación alguna en el sentido del padre Copleston, ni tiene sentido tampoco llamar «contingentes» a las cosas, porque no podrían ser de otra manera. Esto es lo que yo diría acerca de eso, pero querría decir unas palabras sobre la acusación del padre Copleston acerca de que considero la lógica como el total de la filosofía, lo que no es así. No considero en absoluto la lógica como el total de la filosofía. Creo que la lógica es una parte esencial de la filosofía y que la lógica tiene que ser usada en filosofía, y creo que en eso él y yo estamos de acuerdo. Cuando la lógica que él usa era nueva, a saber, en la época de Aristóteles, hubo que darle una gran importancia; Aristóteles le dio pues una gran importancia a la lógica. Ahora se ha hecho vieja y respetable y no hay que darle tanta importancia. La lógica en que yo creo es relativamente nueva y, por lo tanto, tengo que imitar a Aristóteles dándole mucha importancia; pero no es que yo crea que representa toda la filosofía, no lo creo. Creo que es una parte importante de la filosofía y, cuando digo eso, que no encuentro un significado para esta o la otra palabra, se trata de una apreciación basada en lo que he averiguado sobre esa palabra en particular, al pensar acerca de ella. No se trata de una postura general que implique que todas las palabras usadas en metafísica carezcan de sentido, o cosa semejante, que realmente yo no creo. Con respecto al argumento moral advierto que cuando uno estudia antropología o historia se da cuenta de que hay personas que piensan que su deber consiste en realizar actos que yo considero abominables y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la materia de la obligación moral, cosa que el padre Copleston no me pide; pero creo que incluso la forma que toma la obligación moral, cuando se trata de ordenarle a uno que se coma a su padre, por ejemplo, no me parece una cosa muy noble y bella; y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la obligación moral en este sentido que creo que puede explicarse fácilmente de otras muchas maneras.

Fuente: © Tendencias 21

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